Catalina Vigri, excepcional maestra y mística franciscana, «de muy fino ingenio y totalmente ordenada», nació en Bolonia el 8 de septiembre de 1413. Durante 5 años recibió una esmerada educación humanística en la corte de Ferrara, aprendiendo retórica, letras, poesía, canto, pintura y miniatura, de modo que leía y escribía con elegancia en latín. Fueron años determinantes.
Ferrara era por entonces un centro importante de creación en el arte, las letras, la filosofía y la espiritualidad. Era apreciada en los ambientes de la aristocracia ferrarense, hasta el punto de que muchas señoras deseaban retenerla en sus casas, aun a costa de sacarla del monasterio. A pesar de ello, dejó el lujoso ambiente cortesano no por desprecio o desilusión, sino porque no podía satisfacer en él sus inmensas exigencias de amor y de gloria, atraída por una realidad más consistente y preciosa que las perspectivas que le ofrecía la señorial ciudad, y guiada por el instinto del cielo, lo mismo que les sucedió a Francisco y a Clara de Asís. Así, después de clarificar ciertas cuestiones sobre qué espiritualidad seguir y qué forma de vida quería elegir, tomó la firme decisión de dedicarse a Dios en el monasterio de Ferrara, muy unido a San Bernardino y a los franciscanos de la Observancia.
Suele establecerse un paralelismo entre Santa Catalina y San Bernardino de Siena, almas gemelas y complementarias en su misión y en la vivencia del carisma, semejante al que se dio entre San Francisco y Santa Clara. Ante Bernardino profesó Catalina la regla de Santa Clara de Asís el 1432, distinguiéndose pronto por la humildad y la delicadeza para con las hermanas enfermas, a la vez que estrechaba su unión con Cristo. Lo dice ella así: Cuando salí del siglo, mi único objeto fue hacer la voluntad de Dios y para quererlo amar con amor perfectísimo, y día y noche no pensaba ni pedía otra cosa, sino que pudiera, supiera y tratara de amar y conocer a Dios.
En el convento del «Corpus Domini», de Ferrara, ejerció de hornera, portera, maestra de novicias, hermana pobre con todas, consolando llena de piedad a las atribuladas con toda reverencia. Aquí comenzó su nueva experiencia íntima, el descubrimiento de la presencia del Amado en la interioridad, sentida como encuentro de la criatura con su Dios, y la necesidad de conservar el secreto ante la dificultad de expresarlo con palabras. Aquí tuvo que vencer dificultades, pues Dios no siempre reserva dulzura y suavidad de espíritu y paz mental a sus siervos fieles, y tuvo la terrible experiencia de tener que luchar con el demonio durante cinco años, sufriendo diversas tentaciones bajo forma de apariciones diabólicas, que la pusieron al borde de la desesperación, si no fuera porque sabía que el pecado más grande es el de la desesperación. Superadas las pruebas con la ayuda de la gracia y con la práctica de la ascesis y del discernimiento racional, le produjeron un gozo profundo en su espíritu, convirtiéndola en alma eminentemente contemplativa, hasta disfrutar de éxtasis, visiones y predicciones del futuro. Hasta esto llega la capacidad y la dignidad de la persona humana, como brilla de forma particular en los santos.
Salió de Ferrara, junto con otras 14 hermanas y con su madre, el 22 de julio de 1456, destinada al monasterio del «Corpus Domini», de Bolonia, construido ese año. Fueron recibidas con gran alborozo del pueblo y de las máximas autoridades, y con su vida lograron pronto la simpatía de todos. Dios le reveló que era su voluntad que aceptara el oficio de abadesa. Tenía entonces 43 años y no muy buena salud. Ejerció el cargo santamente hasta su muerte, ayudándose del consejo de las hermanas en la solución de los problemas, dando un significativo desarrollo al monasterio durante su mandato y dejando un ejemplo de magisterio para sus sucesoras.
Suele establecerse un paralelismo entre Santa Catalina y San Bernardino de Siena, almas gemelas y complementarias en su misión y en la vivencia del carisma, semejante al que se dio entre San Francisco y Santa Clara. Ante Bernardino profesó Catalina la regla de Santa Clara de Asís el 1432, distinguiéndose pronto por la humildad y la delicadeza para con las hermanas enfermas, a la vez que estrechaba su unión con Cristo. Lo dice ella así: Cuando salí del siglo, mi único objeto fue hacer la voluntad de Dios y para quererlo amar con amor perfectísimo, y día y noche no pensaba ni pedía otra cosa, sino que pudiera, supiera y tratara de amar y conocer a Dios.
En el convento del «Corpus Domini», de Ferrara, ejerció de hornera, portera, maestra de novicias, hermana pobre con todas, consolando llena de piedad a las atribuladas con toda reverencia. Aquí comenzó su nueva experiencia íntima, el descubrimiento de la presencia del Amado en la interioridad, sentida como encuentro de la criatura con su Dios, y la necesidad de conservar el secreto ante la dificultad de expresarlo con palabras. Aquí tuvo que vencer dificultades, pues Dios no siempre reserva dulzura y suavidad de espíritu y paz mental a sus siervos fieles, y tuvo la terrible experiencia de tener que luchar con el demonio durante cinco años, sufriendo diversas tentaciones bajo forma de apariciones diabólicas, que la pusieron al borde de la desesperación, si no fuera porque sabía que el pecado más grande es el de la desesperación. Superadas las pruebas con la ayuda de la gracia y con la práctica de la ascesis y del discernimiento racional, le produjeron un gozo profundo en su espíritu, convirtiéndola en alma eminentemente contemplativa, hasta disfrutar de éxtasis, visiones y predicciones del futuro. Hasta esto llega la capacidad y la dignidad de la persona humana, como brilla de forma particular en los santos.
Salió de Ferrara, junto con otras 14 hermanas y con su madre, el 22 de julio de 1456, destinada al monasterio del «Corpus Domini», de Bolonia, construido ese año. Fueron recibidas con gran alborozo del pueblo y de las máximas autoridades, y con su vida lograron pronto la simpatía de todos. Dios le reveló que era su voluntad que aceptara el oficio de abadesa. Tenía entonces 43 años y no muy buena salud. Ejerció el cargo santamente hasta su muerte, ayudándose del consejo de las hermanas en la solución de los problemas, dando un significativo desarrollo al monasterio durante su mandato y dejando un ejemplo de magisterio para sus sucesoras.
Vivió el último año de su vida más como ciudadana del cielo que de la tierra, y, purificada por los dolores y la enfermedad, murió el 9 de marzo de 1463, a los 50 años de edad, diciendo a sus hermanas: Mi fin ha llegado y me marcho alegremente; siempre me ha sido grato padecer por Cristo. Yo os dejo la paz de Cristo; os doy mi paz; amaos mutuamente y así conseguiréis que yo sea siempre vuestra abogada ante Dios. Cerrando los ojos, se durmió susurrando tres veces: ¿Jesús, Jesús, Jesús! Su rostro se volvió luminoso y hermosísimo; su cuerpo, incorrupto, es objeto de gran veneración.
Se la representa sentada en una cátedra con el libro y el crucifijo en las manos.