Los 40 mártires de Sebaste

10 de Marzo
los valientes soldados que murieron congelados


Cada 10 de marzo, la Iglesia universal recuerda a los '40 mártires', más conocidos como los mártires de Sebaste.

Hacia el año 320, el emperador romano Licino emitió un decreto en el que se ordenaba la pena de muerte para todo cristiano que no sea capaz de renegar de su fe.

Un grupo de valientes soldados de la Legión XII “Fulminata”, conversos al cristianismo, hizo saber al gobernador de Sebaste (entonces capital de la provincia de “Armenia Menor”, hoy Turquía) que ellos no ofrecerían incienso a ningún ídolo pagano y que se mantendrían fieles a Jesucristo, a quien reconocían como único Dios.

El gobernador, entonces, los tomó prisioneros y los encerró en un calabozo oscuro. Mientras permanecían en sus celdas, un hecho milagroso ocurrió: el lugar, habitualmente oscuro y lúgubre, se iluminó, y se escuchó una voz que los animaba a sufrir con valentía.

Esa voz era la de Nuestro Señor, que se manifestaba a fin de darles la fuerza necesaria para enfrentar la muerte.

La sentencia
Se dictaminó que los cuarenta hombres mueran de frío, expuestos a las bajísimas temperaturas del crudo invierno de la región. "Por esta noche de hielo conseguiremos el día sin fin de la gloria en la eternidad feliz", respondieron ellos, sabiéndose convocados al altar del sacrificio. A voz en cuello clamaban al Señor para animarse unos a otros, mientras aguardaban ser trasladados al lugar del martirio.

Acto seguido, los hombres del gobernador los ataron y los sacaron de aquel lugar, y los condujeron hacia un lago cercano. Este lucía una capa gruesa de hielo que lo cubría casi por completo.

Cuando se vieron obligados a desnudarse para entrar en las frías aguas, uno de ellos exclamó: “Al quitarnos las ropas, nos despojamos del hombre viejo; el invierno es duro, pero el paraíso es dulce; el frío es fortísimo, pero la gloria será más agradable”.

Siempre cuarenta
Muy cerca del lago había un estanque con agua tibia esperando por aquel que quisiera desanimarse de enfrentar la muerte. Resultó que uno de ellos abandonó al grupo y fue conducido al estanque de agua caliente. Cuando aquel hombre tocó las tibias aguas, murió en el instante.

La tradición -recogida mayormente por San Basilio- añade que cuarenta ángeles bajaron del cielo, cada uno portando una corona para colocarlas en las cabezas de los hombres que estaban por entregar la vida. Sin embargo, uno de ellos quedó solo, al no hallar a quién darle el sagrado premio: era el ángel de la guarda del desertor.

En ese momento, un guardia del gobernador, al ver que los mártires seguían rezando y cantando himnos, gritó: “Yo también creo en Cristo”, y se introdujo por sus propios medios en las aguas congeladas. En ese momento, aquel converso pudo ver al ángel del que había desertado dirigiéndose hacia él, con la corona del martirio en las manos.

Una madre al lado de su hijo
Mientras tanto, la soldadesca insistía con el más joven entre los cuarenta para que se desanime. Entre quienes presenciaban la escena estaba la madre de aquel jovencito. Ella lo instó a permanecer fiel y a no perder el ánimo.

Al amanecer, los mártires que lograron sobrevivir fueron sacados de las aguas, les rompieron las piernas y los dejaron morir. Entre los sobrevivientes estuvo aquel muchacho, pero que ya agonizaba, y terminó muriendo en brazos de su madre.

Cuando todo terminó, el comandante del ejército imperial mandó que los cuerpos fueran quemados. Sin embargo, para gloria de Dios, no fue posible y muchos de los restos fueron rescatados por otros cristianos y repartidos como reliquias por distintos lugares.

La memoria de los que mueren por Cristo
Los cristianos en Oriente celebran a los cuarenta mártires el 9 de marzo, mientras que en Occidente lo hacemos el día décimo del mes. Esta celebración coincide con los días de Cuaresma, y puede ayudarnos a profundizar en el camino de la fe, que es un camino de amor, entrega y sacrificio.

Así como esos mártires, a inicios del siglo XX (1915-1923), muchos hombres, mujeres y niños padecieron por su fe en las mismas tierras, hoy pertenecientes a Turquía, cuando se produjo el genocidio contra el pueblo armenio, masacrado a manos del Imperio turco (Imperio otomano), también a causa de su fe cristiana.