María, Madre de la Iglesia

Aciprensa

El lunes siguiente a Pentecostés, la Iglesia Católica celebra la memoria de “la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia”.
 La Santa Sede estableció esta memoria mediante decreto de la Congregación para el Culto Divino, publicado el 11 de febrero de 2018.

Pentecostés, la Iglesia y la Madre de Dios
Al establecer la memoria, el Papa Francisco “consideró atentamente que la promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad mariana”.
La Congregación, por su parte, señala en el mencionado decreto que “esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos”.

“La gozosa veneración otorgada a la Madre de Dios por la Iglesia en los tiempos actuales, a la luz de la reflexión sobre el misterio de Cristo y su naturaleza propia, no podía olvidar la figura de aquella Mujer, la Virgen María, que es Madre de Cristo y, a la vez, Madre de la Iglesia”, precisa el texto.

Ecos pastorales
El Arzobispo de Los Ángeles y Presidente de Conferencia de los Obispos Católicos de Estados Unidos, Mons. José Gomez, recordaba en su columna semanal de aquel año que los primeros cristianos “tenían una conciencia profunda de que la Iglesia era su ‘madre’ espiritual, que los daba a luz en el bautismo, constituyéndolos en hijos de Dios a través de los sacramentos”.

El Arzobispo también subrayaba que en el Nuevo Testamento “los apóstoles a menudo se referían a los fieles como a sus hijos espirituales, reflejando así nuevamente su comprensión de que la Iglesia es nuestra madre y nuestra familia… Y en esto, los primeros cristianos entendieron que María era el símbolo perfecto de la maternidad espiritual de la Iglesia”.

En ese sentido, es posible afirmar con Mons. Gómez que esta memoria es “un profético redescubrimiento de una antigua devoción”.

Una Iglesia que se renueva acompañada por la Madre
En el siglo XX, el Papa San Pablo VI, dirigiéndose a los padres conciliares del Vaticano II, declaró que “María Santísima es Madre de la Iglesia”. Dicha declaración no es fortuita; señala una convicción fundamental que debe enriquecer la experiencia de vida de cada cristiano
La memoria “Virgen María, Madre de la Iglesia” recuerda, fundamentalmente, que ella es Madre de todo ser humano y, de manera especial, de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, en virtud de la Encarnación del Verbo en su seno virginal. Así lo confirmó Jesús crucificado al apóstol San Juan, el discípulo la acogió como Madre
La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano, cumpliendo así la profecía de la Virgen, que dijo: “Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1,48).


Por: Pedro García, Misionero Claretiano | Fuente: Catholic.net

Si queremos saber lo que significa María como Madre de la Iglesia, abrimos los Hechos de los Apóstoles y vemos cómo Lucas --que al principio de su Evangelio ha centrado los dos primeros capítulos en la Maternidad divina de María, ahora nos la presenta como la Madre de la Iglesia naciente.

Los cuatro Evangelios no nos dan la vida del Señor de una manera seguida, lógica y completa, como nos gustaría a nosotros tener la historia de Jesús. Todos sus hechos son semejantes a piezas de mosaico, que nosotros, bajo la guía del Espíritu, sabemos unir para alcanzar la imagen perfecta que Dios nos quiere mostrar del Señor.

Esto es lo que nos pasa con la figura de María en el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles: piececitas sueltas que nos dan al fin una imagen singular y magnífica de María.

Empezamos por Marcos, y vemos cómo los creyentes somos la madre, hermanos y hermanas de Jesús. Ya no es la carne ni la sangre, o la generación natural de los descendientes de Abraham, lo que constituye la familia o el Pueblo de Dios, sino la fe en Jesucristo.

Viene Lucas, y nos presenta a María como la gran creyente, de modo que Isabel, llena del Espíritu Santo, la colma con la alabanza suprema:
- ¡Dichosa tú, que has creído!

Así tenemos a María como doblemente Madre de Jesús: como quien le ha dado su ser de Hombre, y como quien lo ha concebido por la fe más profundamente que nadie. Lucas nos hace entender perfectamente a Marcos.
María, nos dice ahora Juan, lleva esta su fe hasta la noche oscurísima del Calvario --durante la que no ve nada, pero sigue creyendo con fe firmísima--, y es entonces cuando le declara Jesús la maternidad espiritual sobre todos los creyentes:
- Ahí tienes a tu hijo.

Esto, lo que le dice a Ella. Y nos comunica a continuación a nosotros:
- Ahí tienes a tu madre.

Desde este momento, la Iglesia, representada por Juan, recibe a María y la cuida como Madre suya.
Mateo mira la fe como la estrella de los Magos, a los que guía hasta dar con Jesús, al que encuentran en los brazos de María, su Madre, la cual se lo ofrece para que lo adoren y le den el beso más tierno. De este modo, Mateo nos presenta a María como la gran dadora de Jesús a los hombres

Los Hechos de los Apóstoles nos hacen ver a María en el centro del grupo. Pedro y los Apóstoles son la cabeza que rigen y gobiernan, y María es el corazón que llena de calor a la primera comunidad cristiana. Los Hechos la presentan al frente de la fe y de la oración, alentando la unión de los discípulos, primero esperando la venida del Espíritu y después viviendo el fuego de Pentecostés.

Los Evangelios y los Hechos, nacidos en las primeras comunidades cristianas como expresión de su fe, nos presentan así a María. Y así es también como nosotros la vemos, la creemos y la vivimos, pues somos la misma Iglesia que enlazamos con los Apóstoles, unidos en Pedro su cabeza.

Aunque no lo escriban expresamente los Hechos, pero, por lo que nos dice en ellos la misma Palabra de Dios, es fácil imaginarse la actitud y quehacer de María dentro de aquella Iglesia primitiva.

La vemos, ante todo, evangelizar a Jesús en los misterios de la Infancia. Todos los especialistas de la Biblia nos hacen ver cómo lo que sabemos de Jesús por Mateo y Lucas en sus primeros años tiene por fuente única a la Virgen María. Sólo Ella era la depositaria de unos hechos de Jesús desconocidos de todos. Unicamente su Madre, que había observado, meditado y guardado todo en su corazón, podía transmitirlo a la Iglesia.

María, que cuidaba de Juan como de un hijo, volvió a llevar en Jerusalén la vida escondida de Nazaret, metida en los quehaceres de casa como cualquier otra mujer, pero conocida ahora como La Madre del Señor Jesús, querida y venerada de todos.

María, que siguió muchos de los caminos de Jesús por Galilea, seguía ahora las actuaciones de los apóstoles de su Jesús, a los que decía lo que el Evangelio de Juan, con mucha intención, pone en sus labios como dirigido a los criados de la boda:
- Haced lo que Jesús os diga, cumplid todo lo que Él os enseñó.

¡Y cómo amaba a los apóstoles! ¡Cómo los miraba! ¡Cómo los animaba! ¡Cómo los bendecía!... Ahora ya no había misterios sobre Jesús, y María y los apóstoles no podían sino amarse con el mismo Corazón del querido Hijo y adorado Maestro.

Por el libro de los Hechos sabemos que todos se reunían para la Fracción del Pan, convencidos de la presencia real del Señor en la Eucaristía. ¿Cómo recibiría María a Jesús, el mismo Pan divino que se horneó en sus entrañas de Madre? Es fácil adivinarlo.

La Comunión de María era por fuerza una Comunión única, y en cada Comunión quedaba María, la llena de gracia, colmada cada vez de una gracia creciente hasta límites casi infinitos.

El amor nos dicta muchas cosas al hablar de María. Pero, aunque pongamos en las palabras todo nuestro corazón de hijos, preferimos hablar de María así, con la Palabra de Dios en la mano. Dios no ha podido ser más claro ni más explícito.

¿Puede haber un cristiano que no quiera a María?