Jacques Berthieu nació el 27 de noviembre de 1838 en el paraje de Montlogis, del municipio de Polminhac, región de Auvernia, en el centro de Francia, donde sus padres eran agricultores. Hizo sus estudios en el seminario de Saint-Flour, hasta su ordenación sacerdotal en esta diócesis el año 1864. Nombrado párroco de Roannes-Saint-Mary, allí permanecerá nueve años. El deseo de llevar el Evangelio a tierras lejanas y de poner como fundamento de su vida espiritual los Ejercicios de San Ignacio, le llevan a pedir su admisión a la Compañía de Jesús y a entrar en el noviciado de Pau en 1873. En 1875 zarpa del puerto de Marsella hacia dos islas del entorno de Madagascar, entonces dependientes de Francia: La Reunión y Santa María (hoy Nosy Bohara), donde estudia la lengua malgache y se prepara como misionero.
En 1881 una medida de la legislación francesa que cierra sus territorios a la acción de los jesuitas, obliga a Jacques Berthieu a trasladarse a la gran isla de Madagascar. Allí comenzará trabajando en el distrito de Ambohimandroso-Ambalavao, en Fianarantsoa, en la región sur de los altiplanos. Más tarde, durante la primera guerra franco-malgache, desarrolla diversos ministerios en las costas este y norte del país. A partir de 1886 dirige la misión de Ambositra, 250 kms al sur de Antananarivo, y a continuación la de Anjozorofady-Ambatomainty al norte de la capital. Una segunda guerra le obligará a alejarse de la zona.
En 1895 el levantamiento de los Menalamba (los togas rojas), contra los colonizadores, pone en su punto de mira también a los cristianos. Jacques Berthieu intentará colocar a éstos bajo la protección de las tropas francesas. Un coronel francés, sin embargo, al que había reprochado su comportamiento para con las mujeres del país, le retira su apoyo, y eso le obliga a conducir un convoy de cristianos hacia Antananarivo, deteniéndose en el poblado de Ambohibema-soandro.
El 8 de junio de 1896 los Menalamba hacen irrupción en el poblado y acaban por encontrar a Jacques Berthieu, que se había escondido en la casa de un amigo protestante. Se apoderan de él y le despojan de la sotana.
Otro le arranca el crucifijo a la vez que exclama: «¿Es éste tu amuleto? ¿Es así como extravías al pueblo? ¿Piensas rezar todavía mucho?»
«Es preciso que rece hasta la muerte» le responde. Uno le da un golpe de machete en la frente que le hace caer de rodillas. De la herida brota abundante sangre. Los Menalamba se lo llevan para la que va a ser una larga marcha. Herido en la frente, Jacques Berthieu pide a los que le conducen: «Suéltenme las manos para que pueda sacar un pañuelo de mi bolsillo y enjugarme la sangre de los ojos, porque no veo el camino». Poco después uno de ellos se acerca y Jacques Berthieu le pregunta: «Hijo, ¿has recibido el bautismo?». Al recibir un «no» como respuesta, y tras revolver en su bolsillo, Jacques Berthieu saca una cruz y dos medallas, se las da y le dice: «Reza a Jesucristo todos los días de tu vida. No volveremos a vernos, pero no olvides este día, instrúyete en le religión cristiana y, cuando veas un sacerdote, pídele el bautismo».
Cuando, tras una marcha de diez kilómetros llegan al poblado de Ambohitra, donde había una Iglesia fundada por él mismo, alguno le prohíbe que pise ese terreno, porque profanaría objetos sagrados, designando así a los fetiches. Por tres veces le apedrean. A la tercera vez cae postrado. No lejos del poblado, viéndolo empapado en sudor, un Menalamba toma su pañuelo, lo humedece en lodo y agua sucia, y con él le ciñe la frente. Se levanta un griterío: «Mirad al rey de los Vazaha (los europeos)». Algunos llegan incluso a castrarlo, provocando con ello una nueva pérdida de sangre que lo agota.
Se acerca la noche. En Ambiatibe, poblado situado al norte de Antananarivo, tras cierta discusión, toman la decisión de matarlo. El jefe reúne un pelotón de seis hombres armados con fusiles. Al verlo Jacques Berthieu se arrodilla. Dos hombres disparan a la vez y fallan el tiro. Él se santigua e inclina la cabeza. Uno de los jefes se acerca a él y le dice: «Si renuncias a tu odiosa religión y dejas de embaucar al pueblo, te convertimos en consejero y jefe nuestro y te perdonamos la vida». Él replica: «Aceptar lo que decís significa la muerte; rechazarlo significa la vida». Dos hombres vuelven a disparar, pero habiéndose él inclinado de nuevo para rezar, fallan el tiro. Dispara otro por quinta vez y le acierta, pero sin matarlo. Un último disparo a quemarropa acaba con Jacques Berthieu.
Como misionero, Jacques Berthieu describía así su tarea: «Esto es ser misionero, hacerse todo a todos, en lo interior y en lo exterior. Ocuparse de todo con corazón ancho y generoso: de las personas, los animales y las cosas, siempre con la mira final puesta en ganar almas». Dan testimonio de esto sus múltiples esfuerzos por fomentar la escolarización, la actividad en el campo de la construcción, los trabajos de irrigación y creación de huertas, la formación agrícola.
Cuando, tras una marcha de diez kilómetros llegan al poblado de Ambohitra, donde había una Iglesia fundada por él mismo, alguno le prohíbe que pise ese terreno, porque profanaría objetos sagrados, designando así a los fetiches. Por tres veces le apedrean. A la tercera vez cae postrado. No lejos del poblado, viéndolo empapado en sudor, un Menalamba toma su pañuelo, lo humedece en lodo y agua sucia, y con él le ciñe la frente. Se levanta un griterío: «Mirad al rey de los Vazaha (los europeos)». Algunos llegan incluso a castrarlo, provocando con ello una nueva pérdida de sangre que lo agota.
Se acerca la noche. En Ambiatibe, poblado situado al norte de Antananarivo, tras cierta discusión, toman la decisión de matarlo. El jefe reúne un pelotón de seis hombres armados con fusiles. Al verlo Jacques Berthieu se arrodilla. Dos hombres disparan a la vez y fallan el tiro. Él se santigua e inclina la cabeza. Uno de los jefes se acerca a él y le dice: «Si renuncias a tu odiosa religión y dejas de embaucar al pueblo, te convertimos en consejero y jefe nuestro y te perdonamos la vida». Él replica: «Aceptar lo que decís significa la muerte; rechazarlo significa la vida». Dos hombres vuelven a disparar, pero habiéndose él inclinado de nuevo para rezar, fallan el tiro. Dispara otro por quinta vez y le acierta, pero sin matarlo. Un último disparo a quemarropa acaba con Jacques Berthieu.
Como misionero, Jacques Berthieu describía así su tarea: «Esto es ser misionero, hacerse todo a todos, en lo interior y en lo exterior. Ocuparse de todo con corazón ancho y generoso: de las personas, los animales y las cosas, siempre con la mira final puesta en ganar almas». Dan testimonio de esto sus múltiples esfuerzos por fomentar la escolarización, la actividad en el campo de la construcción, los trabajos de irrigación y creación de huertas, la formación agrícola.
Fue catequista infatigable. Un maestro de escuela muy joven, que le acompañaba en una de sus campañas, viendo que aun yendo a caballo leía el catecismo, le preguntó: «Padre, ¿cómo es que estudia usted todavía el catecismo?»
Esta fue su respuesta: «El catecismo, hijo mío, es un libro en el que siempre hay que seguir profundizando, porque contiene toda la doctrina católica».
En esta época, una vez en las misiones, no se planteaba la vuelta al país de origen. «Dios sabe bien, decía, lo que amo mi patria y mi querida tierra de Auvernia. Y sin embargo Dios me hacia de que ame más aún estos campos sin cultivar de Madagascar, donde lo único que puedo hacer es pescar con caña algunas almas para Nuestro Señor. La misión progresa, aunque en algunos lugares no tengamos sino la esperanza de frutos futuros, y en otros los frutos sean aún apenas visibles. Pero, ¿qué importa esto, si nosotros somos buenos sembradores? Dios dará el crecimiento a su tiempo».
Hombre de oración, de ella extraía su fuerza. «Cuando iba a verlo, declaraba uno de sus catequistas, lo encontraba casi siempre de rodillas en su habitación».
Hombre de oración, de ella extraía su fuerza. «Cuando iba a verlo, declaraba uno de sus catequistas, lo encontraba casi siempre de rodillas en su habitación».
Y otro: «No he visto ningún otro padre que permaneciese tanto tiempo delante del Santísimo. Si le buscabas podías estar seguro de enca dado la gontrarle allí».
Un hermano de su comunidad daba este testimonio: «Durante su convalecencia, cada vez que yo entraba en su habitación, lo encontraba de rodillas orando». Su amor a Dios era tan grande que le llamaban «tia vavaka» (el piadoso).
Se le veía siempre con el breviario o el rosario en las manos. Expresaba su fe por medio de su devoción al Santísimo Sacramento y la Misa era el foco de su vida espiritual. Tenía una devoción especial al Sagrado Corazón, al que se había consagrado en Paray-le-Monial antes de salir para las misiones. Él mismo se convirtió en apóstol de esta devoción entre los cristianos malgaches. Devoto ferviente de la Virgen María, había acudido como peregrino a Lourdes. Su plegaria favorita era el rosario, y lo recitaba mientras era llevado a la muerte. Veneraba también a San José.
Pastor, solía dirigirse a los cristianos usando las mismas palabras de Cristo: «hijitos míos» (Jn 13, 33). Cuando se dirige a sus verdugos les habla con dulzura: «ry zanako, hijos míos». La suya era una caridad plena de respeto al otro, incluso cuando tenía que reprender a algún fiel que se desviaba. Y sin embargo sabía hablar fuerte y con firmeza cuando pensaba que los intereses de Dios y de la Iglesia sufrían menoscabo. No ocultaba las exigencias que lleva consigo la vida cristiana, comenzando por la unidad y la indisolubilidad del matrimonio monógamo. En aquella época la poligamia era moneda corriente, y al denunciar la injusticia y los abusos que de ella se derivan, se atraía numerosos enemigos, sobre todo de parte de los más poderosos.
La víspera de su muerte, cuando se dirigía hacia la capital junto con los fieles hostigados por los Menalamba, movido a compasión por un joven herido en un pie, se pone a buscar algunos que puedan llevarlo como porteadores, y les ofrece una fuerte suma por este servicio. Todos se resisten. Bajándose entonces del caballo sube al enfermo a la montura y, superando la propia debilidad, continúa a pie, llevando al animal de las riendas.
Pastor, solía dirigirse a los cristianos usando las mismas palabras de Cristo: «hijitos míos» (Jn 13, 33). Cuando se dirige a sus verdugos les habla con dulzura: «ry zanako, hijos míos». La suya era una caridad plena de respeto al otro, incluso cuando tenía que reprender a algún fiel que se desviaba. Y sin embargo sabía hablar fuerte y con firmeza cuando pensaba que los intereses de Dios y de la Iglesia sufrían menoscabo. No ocultaba las exigencias que lleva consigo la vida cristiana, comenzando por la unidad y la indisolubilidad del matrimonio monógamo. En aquella época la poligamia era moneda corriente, y al denunciar la injusticia y los abusos que de ella se derivan, se atraía numerosos enemigos, sobre todo de parte de los más poderosos.
La víspera de su muerte, cuando se dirigía hacia la capital junto con los fieles hostigados por los Menalamba, movido a compasión por un joven herido en un pie, se pone a buscar algunos que puedan llevarlo como porteadores, y les ofrece una fuerte suma por este servicio. Todos se resisten. Bajándose entonces del caballo sube al enfermo a la montura y, superando la propia debilidad, continúa a pie, llevando al animal de las riendas.
«Era un hombre de gran dulzura, declara un testigo, paciente, entregado con celo a su ministerio, incluso si le llamaban en plena noche o parecía diluviar». Al sur de Anjozorofady vivían dos mujeres leprosas. Al volver de sus correrías apostólicas siempre se acercaba a visitarlas, llevándoles comida y ropa, y les enseñaba el catecismo, hasta que pudo bautizarlas. Para él era vital acompañar a los moribundos durante la agonía: «No temáis llamarme aunque esté comiendo o durmiendo, repetía, no creo tener una obligación mayor que la de visitar a los moribundos».
La donación total y deliberada de su vida al seguimiento de Cristo es la clave de su compromiso. En medio de las pruebas conservaba su buen humor, afable, humilde y servicial. Citaba a menudo el Evangelio: «No temáis a los que pueden matar el cuerpo, sino a los que pueden matar el alma» (cfr. Mt. 10, 28). En sus instrucciones trataba a menudo de la resurrección de los muertos. Sus oyentes han conservado en la memoria esta frase: «Aunque os devorara un caimán, resucitaríais». ¿Era quizá un presentimiento de su final? De hecho, tras su muerte, dos habitantes de Ambiatibe arrastraron su cuerpo hasta la orilla de Manarara, a dos pasos del lugar del martirio, y sus restos desaparecieron.
La Compañía se alegra que la Iglesia canonice de entre los suyos a un nuevo santo, que le proponga como modelo a todos los fieles y nos invite a procurar su intercesión. Sin duda, el contexto histórico y el modo de llevar adelante la misión han evolucionado desde fines del siglo 19 hasta nuestros días; toca a los historiadores y hagiógrafos estudiar la realidad más de cerca e identificar los aspectos más significativos de la santidad.
El Espíritu Santo nos conceda la gracia de poner por obra las grandes opciones de Jacques Berthieu: la interpelación de una misión que le empuja hacia otro país, otra lengua y otra cultura; su unión personal con el Señor, expresada en la oración; su celo pastoral, que era simultáneamente amor fraterno hacia los fieles que le habían sido confiados y exigencia de llevarlos hacia una mayor profundidad de vida cristiana; y finalmente la donación de su vida, gastada en el día a día, hasta llegar a una muerte que le configura definitivamente con Cristo
Que la intercesión de Jacques Berthieu nos ayude a reconocer la fuerza de nuestra fragilidad, a ser alegremente fieles a nuestra vocación y a entregarnos totalmente a la misión que hemos recibido del Señor
Fraternalmente en el Señor,
Adolfo Nicolás, S.I.
Superior General
Fuente Jesuits Global
Roma, 15 de octubre de 2012
La donación total y deliberada de su vida al seguimiento de Cristo es la clave de su compromiso. En medio de las pruebas conservaba su buen humor, afable, humilde y servicial. Citaba a menudo el Evangelio: «No temáis a los que pueden matar el cuerpo, sino a los que pueden matar el alma» (cfr. Mt. 10, 28). En sus instrucciones trataba a menudo de la resurrección de los muertos. Sus oyentes han conservado en la memoria esta frase: «Aunque os devorara un caimán, resucitaríais». ¿Era quizá un presentimiento de su final? De hecho, tras su muerte, dos habitantes de Ambiatibe arrastraron su cuerpo hasta la orilla de Manarara, a dos pasos del lugar del martirio, y sus restos desaparecieron.
La Compañía se alegra que la Iglesia canonice de entre los suyos a un nuevo santo, que le proponga como modelo a todos los fieles y nos invite a procurar su intercesión. Sin duda, el contexto histórico y el modo de llevar adelante la misión han evolucionado desde fines del siglo 19 hasta nuestros días; toca a los historiadores y hagiógrafos estudiar la realidad más de cerca e identificar los aspectos más significativos de la santidad.
El Espíritu Santo nos conceda la gracia de poner por obra las grandes opciones de Jacques Berthieu: la interpelación de una misión que le empuja hacia otro país, otra lengua y otra cultura; su unión personal con el Señor, expresada en la oración; su celo pastoral, que era simultáneamente amor fraterno hacia los fieles que le habían sido confiados y exigencia de llevarlos hacia una mayor profundidad de vida cristiana; y finalmente la donación de su vida, gastada en el día a día, hasta llegar a una muerte que le configura definitivamente con Cristo
Que la intercesión de Jacques Berthieu nos ayude a reconocer la fuerza de nuestra fragilidad, a ser alegremente fieles a nuestra vocación y a entregarnos totalmente a la misión que hemos recibido del Señor
Fraternalmente en el Señor,
Adolfo Nicolás, S.I.
Superior General
Fuente Jesuits Global
Roma, 15 de octubre de 2012