San Dimas, el ladrón arrepentido que se ganó el cielo

25 de Marzo

Considerado “el primer santo” de la historia de la Iglesia. Fue crucificado en el Gólgota al lado de Jesucristo, a quien reconoció como Hijo de Dios. Su memoria coincide con la Solemnidad de la Anunciación del Señor.

Dimas, a diferencia del otro ladrón crucificado, imploró a Jesús: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”, a lo que el Señor contestó: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 39-43).

Dimas en la tradición
Poco se conoce sobre la vida de San Dimas. La misma Escritura no abunda en detalles y solo aparece en el relato de San Lucas sobre la crucifixión. No obstante, el texto apócrifo denominado Evangelio de Nicodemo aporta algunos detalles interesantes que la tradición ha conservado.

Por ejemplo, allí sí aparece el nombre ‘Dimas’ -ausente en la Biblia-, al que se denomina ‘buen ladrón’. Además, se señala que fue colocado a la derecha de Cristo, mientras que a su izquierda estaba ‘Gestas’, el ‘Mal Ladrón’, crucificado también.

En el evangelio apócrifo denominado Protoevangelio de Santiago, se recoge el siguiente testimonio de José de Arimatea sobre el buen ladrón:

“El segundo […] se llamaba Dimas; era de origen galileo y poseía una posada. Atracaba a los ricos, pero a los pobres les favorecía. Aun siendo ladrón, se parecía a Tobías, pues solía dar sepultura a los muertos

Se dedicaba a saquear a la turba de los judíos; robó los libros de la ley en Jerusalén, dejó desnuda a la hija de Caifás, que era a la sazón sacerdotisa del santuario, y substrajo incluso el depósito secreto colocado por Salomón. Tales eran sus fechorías”
.

De acuerdo al Evangelio árabe de la infancia de Jesús -otro texto apócrifo- Dimas tenía, en realidad, otro nombre. En ese relato los ladrones eran ‘Tito’ y ‘Dumaco’. Tito, quien sería el Buen Ladrón, habría impedido que otros salteadores como él robaran a la Sagrada Familia cuando esta huía a Egipto.

Dimas en el Evangelio
En las narraciones de la crucifixión de los Evangelios de San Lucas y San Mateo, se dice que Jesús, estando crucificado, fue blanco de insultos, afrentas y burlas provenientes de la multitud, la soldadesca romana y los maestros de la ley judía.

Apenas lo acompañaban un discípulo suyo, Juan, la Virgen María y algunas otras mujeres. Solo el relato de Lucas describe la intervención de los ladrones con precisión:

“Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: ‘¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros’. Pero el otro, respondiéndole e increpándole, le decía: ‘¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo’. Y decía: ‘Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino’. Jesús le dijo: ‘En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso''' (Lc 23, 39-43).

Nunca es tarde
Es claro que San Dimas, el buen ladrón, reconoció, en un acto de fe verdadera, al Hijo de Dios. Haberlo hecho lo condujo en seguida a admitir con humildad su pecado, y pedir misericordia.

Dimas había quedado transformado por la presencia de Dios, haciéndose testigo irrefutable de la inocencia de Cristo. Se sabe manchado por sus culpas, mientras ve que en Jesús no hay falta alguna. Al mismo tiempo, deja de pensar en la “salvación” que ofrece el mundo -no pide que lo bajen de la cruz-; no, ciertamente. Lo que quiere ahora es ir al cielo: en el final de su existencia ha puesto la mirada en lo trascendente.

Por eso, Jesús, conmovido, le hará la más grande de todas las promesas: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43).

El delincuente que confesó ante el Señor: un santo seguro
Dimas nunca fue “canonizado” de manera formal por la Iglesia. Se le cuenta entre los santos porque ha sido la única persona a quien Jesucristo aseguró explícitamente que estaría en el cielo, compartiendo su gloria.

Si bien no hay certeza sobre su nombre, sí la hay sobre su destino. Que haya vivido como ladrón o criminal para después acogerse a la misericordia del Señor, termina siendo motivo de inspiración y de esperanza para todos los hijos de la Iglesia, porque somos pecadores.


Oh bienaventurado ladrón, que recibiste la gracia de compartir los sufrimientos de mi Salvador. Junto a Jesús clavado en su cruz estabas tú, donde hubiera querido estar yo: pecador arrepentido, y compasivo.

Tu cabeza inclinada hacia el divino crucificado es también la imagen de la mía. La mayoría de los hombres han amado a Cristo en sus milagros y en su gloria. Pero tú le has amado en su abandono, en sus dolores, en su agonía.

Obtenme a mí, que también soy ladrón, que a la hora de mi muerte reciba piedad, y ternura, y que los últimos latidos de mi pobre corazón sean como el tuyo, en unión de amor con el de Cristo Jesús muriendo por nosotros.
Amén.