San Frutos, Santa Engracia y San Valentín, mártires


Cada 25 de octubre la Iglesia recuerda a San Frutos, Santa Engracia y San Valentín, tres hermanos de Segovia (España), que vivieron como eremitas entre los siglos VII y VIII, en tiempos en los que la península hispánica estaba bajo el dominio de los visigodos.

San Frutos pajarero
Frutos nació en el año 642, en el seno de una familia rica que tuvo otros dos hijos: Valentín y Engracia. A la muerte de sus padres, San Frutos decidió apartarse del mundo y vivir en soledad, oración y penitencia.

Como sus hermanos quisieron secundarlo, vendieron las posesiones de la familia y se deshicieron de sus riquezas, repartiendo todo entre los pobres. Después, los hermanos se trasladaron juntos hacia las orillas del río Duratón, donde se establecieron finalmente.

Al principio vivieron en cuevas naturales, pero luego construyeron ermitas, como solían hacer los monjes. San Frutos murió a los 75 años, en el año 715. Sus hermanos lo enterraron en el mismo lugar que habitaba, hoy conocido como “Ermita de San Frutos”, sobre la que se construyó el famoso monasterio.

Santa Gracia y San Valentín
Luego, ya sin el hermano mayor, Engracia y Valentín se retiraron a la zona de Caballar, donde continuaron su vida de soledad y oración en la llamada “Ermita de San Zoilo”. Allí permanecieron los dos hasta que la región fue invadida por los sarracenos. Estos los tomaron prisioneros y los decapitaron.

Tras el suceso, los pobladores de la zona trasladaron los cuerpos de Engracia y Valentín junto a los restos de San Frutos, a excepción de sus cabezas, que se quedaron en el municipio de Caballar para ser veneradas.

Las reliquias de los tres hermanos permanecieron en la Ermita de San Frutos, cerca de la actual Sepúlveda, desde comienzos del siglo VIII hasta el siglo XI. Hoy se encuentran en el retablo dedicado a los santos segovianos, ubicado en el trascoro de la Catedral de Santa María en Segovia (España).

Los cuerpos de San Frutos, Santa Engracia y San Valentín, venerados por los cristianos segovianos, se conservaron en la ermita de San Frutos, cerca de la actual Sepúlveda, desde comienzos del siglo VIII hasta el siglo XI.

El rey Alfonso VI concedió esta ermita al monasterio de San Sebastián de Silos —hoy Santo Domingo de Silos- para que la cuidasen y facilitasen la creciente devoción del pueblo; se hizo escritura en el 1076. Los monjes recomponen la ermita como de nuevo y la habilitan para que puedan vivir en ella algunos monjes. Terminadas las obras en el año 1100, la consagra D. Bernardo, el primer Arzobispo de Toledo. Está construida sobre roca escarpada, como cortada a pico, a orillas del río Duratón, afluente del Duero. En ese nuevo lugar se depositan las reliquias de los tres santos.

Restaurada Segovia y restituida a su dignidad episcopal, se pasan a su catedral la mitad de las reliquias desde el monasterio de Silos, con autorización y mandato del Arzobispo de Toledo, en el 1125.

Tan celosamente se guardan que se pierde el sitio donde fueron depositadas hasta que se encontraron milagrosamente, en tiempos del celoso obispo D. Juan Arias de Ávila.

En el año 1558 se depositaron finalmente en la nueva catedral. Allí, en el trascoro, reposan los restos del Patrono de la Ciudad, teniendo por fondo el retablo que trazó Ventura Rodríguez para el palacio de Riofrío y que Carlos III donó para la catedral segoviana.

¿Quién fue el hombre que desde catorce siglos atrás es polo de atracción de tantas generaciones de segovianos? Nació Frutos, en el año 642, en el seno de una familia rica que tuvo otros dos hijos con los nombres de Valentín y Engracia. Debió ser una familia de profundas convicciones cristianas que supieron, con la misma vida, inculcarlas a sus hijos. Sin que se sepa la causa, murieron los dos. Ahora los tres jóvenes son herederos de unos bienes y comienzan a conocer en la práctica la dureza que supone el ser fieles a los principios. Parece ser que tanto tedio provocaron en ellos los vicios, maldades, desenfrenos, asechanzas y envidias de su entorno humano, que Frutos les propone un cambio radical de vida. Los tres, con la misma libertad y libre determinación deciden vender sus bienes y los dan a los pobres. Dejaron la ciudad del acueducto romano y quieren comenzar una vida de la soledad, oración y penitencia por los pecados de los hombres. A la orilla del río Duratón les pareció encontrar el lugar adecuado para sus propósitos. Hacen tres ermitas separadas para lograr la deseada soledad y dedicar el tiempo de su vida de modo definitivo al trato con Dios.

A partir de aquí se tiene noticias de Frutos cuando el estallido de la invasión musulmana y su rápida dominación del reino visigodo. Frutos, en su deseo de servir a Dios, intervino de alguna manera —y con vivo deseo de martirio- en procurar la conversión de algunos mahometanos que se aproximaron a su entorno; defendió a grupos de cristianos que huían de los guerreros invasores; dio ánimos, secó lágrimas y alentó los espíritus de quienes se desplazaban al norte; fue protagonista de algunos sucesos sobrenaturales y murió en la paz del Señor, con el halo de santo, el año 715.

La misma historia refiere que sus hermanos Valentín y Engracia fueron de los mártires decapitados por los sarracenos y sus cuerpos colocados con el del Santo.

Lo que se sabe hoy del entorno en que viven y mueren estos santos facilita cubrir las lagunas o los interrogantes que pueden presentarse.

La invasión musulmana, su rápido avance por el reino hispano-visigodo y el martirio de cristianos tuvieron su génesis. La unidad del reino tan lograda por la conversión del arrianismo a la fe católica de Recaredo en el 589 presentaba ahora una falsa cohesión por su fragilidad.

Los clanes de nobles, civiles y eclesiásticos, con intereses políticos y económicos contrapuestos, tratan de controlar cada uno alternativamente el trono de Toledo y son una fuente continua de conflictos.

La nobleza que en un principio recibió unos territorios para ejercer en ellos funciones administrativas, fiscales y militares, al hacerse hereditarias, quedan prácticamente privatizadas con detrimento progresivo de las funciones públicas características de un estado centralizado y llevan a la fragmentación del poder del monarca.

La clase aristócrata asienta aún más la diferencia social con el pueblo cada vez más pobre, indefenso, desorientado, abandonado y hastiado del lujo de sus señores. Hay que añadir desastres naturales que asolan el país especialmente desde el reinado de Kindasvinto (642-653) como epidemias que diezmaban a la población, plagas de langostas, sequía, pestes y despoblamiento.

El vicio, la amoralidad y desenfreno reina en la sociedad al amparo de lo que sucede en las casas de la nobleza.

A la muerte de Witiza, los partidarios de Akhila, su hijo primogénito, no consiguen ponerlo en el trono ocupado por D. Rodrigo, duque de la Bética, y piden ayuda a los bereberes.

El desastre de Guadalete del 711 hizo que lo que fue una simple ayuda de los moros capitaneados por Tariq se convirtiera en toda una invasión y conquista posterior que colma los planes estratégicos del Islam por la decrepitud que se había ido gestando en el interior del reino visigodo.