25 de Junio
El escritor Genadio de Marsella, que murió en los albores del siglo VI, escribió el libro De viris illustribus, en el que incluyó el nombre de Máximo de Turín entre los hombres ilustres de la Iglesia, y él es quien nos habla de su existencia y de sus escritos. Es más: él es la fuente principal para obtener los pocos datos que de Máximo sabemos: que fue el primer obispo de Turín y que falleció
durante el reinado de Honorio y Teodosio II, es decir, entre 408 y 423. Por esto no se le puede confundir con otro Máximo también obispo de Turín, que murió después del año 465. Pero no se sabe ni dónde ni cuándo nació, ni tampoco cuándo fue consagrado obispo. De todas formas parece que en 398 ya era obispo de Turín.
Tanto su identidad como la autenticidad de sus escritos han sido resueltas sólo en los últimos años, gracias a los estudios e investigaciones de varios patrólogos, como Savio, Pellegrino y Mutzenbecher. Ellos han logrado concretar con exactitud que los sermones que se conservan de Máximo de Turín son 89, algunos de los cuales han pasado a formar parte de las lecturas patrísticas del Libro de las horas. Sin embargo, han sido muchos más los que se le atribuían. La crítica histórica y literaria trata de dar a cada uno lo suyo y quitar a uno lo que, en realidad y según los diversos análisis, pertenece a otro.
Los siglos IV y V son, tanto en Oriente como en Occidente, la edad de oro de las catequesis bautismales y sobre los misterios cristianos. Cualquiera de los santos padres de esta época ha aportado algo a esta literatura. Incluso Máximo de Turín. Y es que la predicación era parte integrante de la liturgia y una de las tareas fundamentales del obispo, quien predicaba todos los domingos y fiestas y todos los días de Cuaresma. Entonces la Cuaresma servía de preparación para el bautismo de los catecúmenos, de reconciliación para los penitentes arrepentidos, y de ejercicios espirituales para todos los fieles. Así entendían la Cuaresma, por ejemplo, San Ambrosio (-7 de diciembre), San Agustín (-28 de agosto) y San Máximo de Turín, quien, a veces, y no sin cierta exageración, ha sido comparado con el obispo de Hipona. En realidad, el sermón bíblico o la homilía litúrgica constituían el género literario privilegiado de la literatura cristiana de la época patrística.
Por otra parte, los obispos entonces no escribían con anterioridad sus sermones; más bien digamos que improvisaban. Luego sus amigos, sus admiradores o los taquígrafos recogían sus palabras con el consentimiento del predicador (y a veces, sin que éste se enterara) y se encargaban de difundirlas por escrito. Estos escritos pasaron más tarde a ser copiados en códice en los escritorios de los monasterios, y así han llegado hasta nosotros, no sin antes, los estudiosos, haber afinado lo más posible para discernir lo que es y lo que no es de cada autor. Cuando los sermones u homilías han sido revisados por el propio orador, es lógico que reflejen mejor la fidelidad a su pensamiento. Por eso, era muy frecuente que los obispos predicadores dedicasen buena parte de su tiempo a revisar lo recogido por los taquígrafos para dejar bien precisado su pensamiento.
Los sermones de San Máximo de Turín, partiendo de pasajes de la Escritura que se han leído en la liturgia, exponen los misterios de las festividades litúrgicas. Son los más interesantes a este respecto, los que tratan de la Navidad, así como los que versan sobre los acontecimientos del día y los que marcan una orientación pastoral. Por ejemplo, en el Libro de las horas (T. I, pp. 525-526), concretamente el 11 de enero, se puede leer parte del sermón 100 que trata de los misterios del bautismo del Señor, en el que dice deliciosamente: «Cristo se hace bautizar no para santificarse con el agua, sino para santificar el agua y para purificar aquella corriente con su propia purificación y mediante el contacto de su cuerpo. Pues la consagración de Cristo es la consagración completa del agua». Y en el domingo V de Pascua, se recoge el sermón 53 (LH. II, 694-695), que habla de los efectos de la resurrección de Cristo y dice con lirismo vibrante y alentador: «La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. (...) Por ello, hermanos, hemos de alegrarnos en este día santo. Que nadie se sustraiga del gozo común a causa de la conciencia de sus pecados, que nadie deje de participar en la oración del pueblo de Dios, a causa del peso de sus faltas. Que nadie, por pecador que se sienta, deje de esperar el perdón en un día tan santo. Porque, si el ladrón obtuvo el paraíso, ¿cómo no va a obtener el perdón el cristiano?'
Para Máximo de Turín, lo mismo que para los santos padres de su época, el anuncio de la palabra y la celebración de los sacramentos no son como un apoyo añadido o unos instrumentos para el desarrollo de la vida cristiana, sino que son, ante todo, la fuente de donde brotan los nuevos comportamientos del cristiano. Así, por ejemplo, dice en el sermón 111: «El que ha renacido mediante el bautismo, ha dejado de ser lo que ha sido y comienza a ser lo que no era». Y este comenzar a ser cristiano tiene unas exigencias sociales en la vida diaria que los padres no ocultan, por el contrario destacan con firmeza y denuncian su ausencia sin ambigüedades. Así San Máximo de Turín exclama en su sermón 36: „ ¡Cómo hemos de sufrir al ver que un patrono cristiano no muestra compasión de esclavo cristiano, sin pensar que éste, aunque esclavo por su estado social, es, sin embargo, por gracia hermano suyo! En efecto, del mismo modo está revestido de Cristo, participa de los mismos sacramentos y tiene la misma familiaridad con Dios Padre. ¿Por qué, entonces, no le tratas como hermano?»
Por lo que deja entrever en sus sermones, Máximo de Turín es un buen predicador, de estilo claro, fluido y persuasivo, que combate el paganismo que aún anida en su región, y condena algunas supersticiones como las que acompañan a la celebración del año nuevo. Pero, sobre todo, consuela a sus fieles durante las incursiones de los bárbaros y, ante todo instruye a su comunidad en la doctrina cristiana, previniéndola contra el arrianismo y contra la propaganda de los judíos. Su predicación, siempre actual, representa un vivo testimonio del ministerio pastoral litúrgico, como se ejercía al iniciarse el siglo V en el Norte de Italia, bajo la protección vigorosa de San Ambrosio de Milán (+ 397), de quien depende Máximo de Turín en gran parte, y ofrece a los historiadores de la cultura de la antigüedad tardía un cuadro bastante plástico de aquella región. Como cuando apela, por ejemplo, al patriotismo romano de su auditorio (Sermón 82), o cuando describe la situación del paganismo de su tiempo (Serm. 48; 65; 98) o cuando recoge las reacciones de la gente ante los horrores de las invasiones de los bárbaros.
Aunque los sermones de Máximo de Turín han sido objeto de varios estudios recientes, todavía necesitan ser estudiados con mayor intensidad, pues ofrecen una amplísima información sobre muchos aspectos de la vida religiosa y social de su tiempo