San Juan XXIII: el santo accidental

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11.00 p m| 29 abr 14 (NCR/BV).- Bajo el procedimiento formal, se requiere milagros probados para prosperar un caso de canonización. Si observamos a San Juan XXIII, basta con contemplar su influencia como Pontífice y la del Concilio Vaticano II -que lideró- sobre el mundo y la Iglesia de hoy: cientos de miles de ministros laicos por todo el mundo, personas orando en misa en lugar de simplemente asistir, trabajar por la justicia a la par que con las enseñanzas de la religión, la dignidad humana en el centro del testimonio de la Iglesia, relaciones cordiales entre cristianos y judíos, armonía y el diálogo entre las confesiones cristianas… a todo eso podríamos llamarle “milagroso”. Reflexión de Bill Huebsch, autor del libro “The Spiritual Wisdom of Saint John XXIII”.


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Angelo Roncalli era realmente un tipo muy común. Sus dones y debilidades eran las que usted o yo podríamos tener. Le fue bien en la escuela, pero no sobresalió. No poseía grandes propiedades. No fue uno de los grandes músicos del mundo, tampoco un destacado teólogo de su época, y tenía dificultades para mantener su peso bajo control. Su visión del mundo fue el resultado de haber sido criado por una numerosa familia campesina católica, trabajadora y del promedio. Bien podría ser cualquiera de nosotros, ¿no es así? Y, sin embargo, es santo. ¿Qué quiere decir esto en su vida y en la nuestra?

En 1907, dio una conferencia en el seminario de su diócesis de Bérgamo en el norte de Italia. Ahí hizo una descripción profética de lo que significa ser santo: “Tendemos a crear santos que desbordan la realidad, más como personajes en una película o una novela que un prójimo cualquiera. La santidad en realidad resulta de aprender a entregarse por amor. Fluye de ‘negarse a sí mismo’ (Marcos 8:34), reírse de las propias debilidades y respetar con humildad las de los demás. Los santos no son tanto superestrellas de la santidad, sino humildes pecadores, dispuestos a dejar que Dios los ame tal como son”.

Ese “negarse a sí mismo”, esa confianza en un Dios de amor y esa alegría a lo largo de la vida, son lo que ha convertido esta persona común y corriente en un santo. Nosotros podemos hacer lo mismo.

El Papa Juan XXIII, por lo tanto, realmente es un santo por accidente. Sus diarios revelan a un hombre que admiraba a los santos en gran medida, pero que también se habría sorprendido al saber que este honor se le había dado a él. Aprendemos en sus diarios que nunca sintió que era lo suficientemente santo; sentía que no estaba a la altura de su fe. Nos encontramos con un hombre de gran humildad, encantado de gustarle a la gente y sorprendido de haber sido elegido para el papado.

San Juan XXIII

Cuando entregó estos diarios manuscritos y cuadernos arrugados a su fiel secretario, Monseñor Loris Capovilla, el Papa Juan le confió: “Mi alma está en estas páginas. Fui un buen muchacho, inocente, un poco tímido. Quería amar a Dios a toda costa y no pensé en otra cosa que ser sacerdote al servicio de las almas sencillas que necesitan de cuidado, con paciencia y diligencia”.

Su humildad le permitió aceptar a un Dios que le daba pequeños empujones a lo largo de su vida. Percibir estas señales fue también elemento importante de su santidad. La idea de convocar el Concilio Vaticano II, por ejemplo, vino a él, según dijo, “como un rayo de luz celestial”. La idea surgió en la oración y él simplemente confió.

Sintió que Dios lo estaba empujando para dirigir la Iglesia a una mayor unidad, y con eso en mente, invitó a los líderes de las iglesias anglicana, protestante y ortodoxa. Vinieron porque sentían el amor con que habían sido invitados. Uno de los más conmovedores, entre sus primeros encuentros con los no católicos, fue cuando dio la bienvenida a un grupo de Judíos con los brazos abiertos, y les dijo: “Yo soy José, vuestro hermano”.

El Vaticano II fue para él una respuesta a Dios, con la idea de reformar y actualizar la Iglesia, y para atraer a todos los cristianos a una mayor unidad por el bien de la humanidad y la paz mundial. Al igual que los apóstoles, en la víspera de Pentecostés, él anticipa que algo grande estaba a punto de suceder. Poco sabía de que el Espíritu Santo barrería a la Iglesia con tal fuerza.

El Vaticano II, bajo su liderazgo, fue un encuentro mundial de obispos católicos en la Basílica de San Pedro, pero también fue un encuentro que reunió en cada día del Concilio a decenas de miles de religiosos y religiosas, laicos y otros visitantes que se juntaron en la Plaza de San Pedro, en los exteriores de la basílica. Los obispos no actuaron solos; ellos también fueron empujados por el Espíritu, trabajando a través de Juan y de esas multitudes.

En el centro de todo, con paz y tranquilidad, se encontraba el amable y humilde Juan. Era un hombre de gran corazón y un hombre de Dios, que se había ganado la confianza y el afecto de la gente en todas partes. ¿Y por qué? Porque cuando la gente lo encontró, encontraron un corazón lleno de amor. Sus ojos brillaban de felicidad, siempre concentrado en la persona con quien compartía, y siempre afectuoso.

Una vez le dijo a un obispo que sus brazos estaban abiertos, como Cristo en la cruz, para abrazar a todos -a todo el mundo- con amor. Si eras un empleado del Vaticano mal pagado, se ponía de tu lado. Si no te sentías parte de la Iglesia, igual te recordaba lo mucho que te ama. Y si eras un no creyente, te ofrecía su amistad.

Ese fue Juan XXIII. Buscaba lo que nos une y no lo que nos divide, porque creía que eso llevaría a la paz. Era un sacerdote, sí, pero primero era un ser humano en el camino de la fe .

Fue capaz de brindar una palabra de consuelo a todos, sin un dejo de timidez. En uno de sus saludos por Navidad en la Basílica de San Pedro, le dijo al mundo que su corazón estaba “lleno de ternura” al compartirnos sus mejores deseos. Me gustaría poder “quedarme en las mesas de los pobres, en los talleres, en los lugares de estudio y de ciencia, junto a las camas de los enfermos y los ancianos, en todos los lugares en los que [la gente] rezan y sufren, trabajar por sus necesidades y para los demás”.

Me gustaría colocar las manos sobre las cabezas de los niños pequeños, mirar a los ojos de los jóvenes, alentar a las madres y a los padres en sus tareas diarias. A todos, me gustaría repetir el mensaje del ángel: “He aquí que les traigo buenas nuevas de gran gozo: un salvador ha nacido”. Con esas sencillas palabras, nos explicó el sentido de la fiesta de Navidad. Hizo posible creer que Cristo nos ama y que estamos llamados a amarle y amarnos unos a otros.

San Juan XXIII

Su muerte en 1963 tuvo un fuerte impacto en las personas de todo el mundo, creyentes y no creyentes por igual. Todos lamentaron y lloraron su partida. El Patriarca Alexis de la iglesia ortodoxa rusa llamó a su pueblo a la oración. El rabino de la sinagoga Sefardí en París, presentó una oración por Juan en el sabbath. Los presos de la cárcel de Regina Coeli de Roma, a quienes había visitado en su primera Navidad en El Vaticano, enviaron a Juan el siguiente mensaje: “Con inmenso amor, estamos cerca de ti”.

Tal vez eso lo dice todo.

Fuente:
“John XXIII: The accidental saint”. Publicado en el National Catholic Reporter.