1 de Junio
Queridos hermanos y hermanas: En estas catequesis estamos reflexionando sobre las grandes figuras de la Iglesia primitiva. Hoy hablamos de san Justino, filósofo y mártir, el más importante de los Padres apologistas del siglo II. Con la palabra «apologista» se designa a los antiguos escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera adecuada a la cultura de su tiempo. Así, los apologistas buscan dos finalidades: una, estrictamente apologética, o sea, defender el cristianismo naciente (apologhía, en griego, significa precisamente «defensa»); y otra, «misionera», o sea, proponer, exponer los contenidos de la fe con un lenguaje y con categorías de pensamiento comprensibles para los contemporáneos.
San Justino nació, alrededor del año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; durante mucho tiempo buscó la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los primeros capítulos de su Diálogo con Trifón, un misterioso personaje, un anciano con el que se encontró en la playa del mar, primero lo confundió, demostrándole la incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo divino. Después, le explicó que tenía que acudir a los antiguos profetas para encontrar el camino de Dios y la «verdadera filosofía». Al despedirse, el anciano lo exhortó a la oración, para que se le abrieran las puertas de la luz.
Este relato constituye el episodio crucial de la vida de san Justino: al final de un largo camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, que consideraba como la verdadera filosofía, pues en ella había encontrado la verdad y, por tanto, el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y decapitado en torno al año 165, en el reinado de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien san Justino había dirigido una de sus Apologías.
Las dos Apologías y el Diálogo con el judío Trifón son las únicas obras que nos quedan de él. En ellas, san Justino quiere ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el Logos, es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Todo hombre, como criatura racional, participa del Logos, lleva en sí una «semilla» y puede vislumbrar la verdad. Así, el mismo Logos, que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como en «semillas de verdad», en la filosofía griega. Ahora, concluye san Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del Logos en su totalidad, «todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos» (2 Apol. XIII, 4). De este modo, san Justino, aunque critica las contradicciones de la filosofía griega, orienta con decisión hacia el Logos cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular «pretensión» de verdad y de universalidad de la religión cristiana.
Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo del mismo modo que una figura se orienta hacia la realidad que significa, también la filosofía griega tiende a Cristo y al Evangelio, como la parte tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el Antiguo Testamento y la filosofía griega, son los dos caminos que llevan a Cristo, al Logos. Por este motivo la filosofía griega no puede oponerse a la verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se tratara de un bien propio. Por eso, mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II definió a san Justino «un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento»: pues san Justino, «conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado «la única filosofía segura y provechosa» (Diálogo con Trifón VIII, 1)» (Fides et ratio, 38).
En conjunto, la figura y la obra de san Justino marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la razón, más bien que por la religión de los paganos. De hecho, los primeros cristianos no quisieron aceptar nada de la religión pagana. La consideraban idolatría, hasta el punto de que por eso fueron acusados de «impiedad» y de «ateísmo». En particular, san Justino, especialmente en su primera Apología, hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos, que consideraba como «desviaciones» diabólicas en el camino de la verdad.
Sin embargo, la filosofía constituyó el área privilegiada del encuentro entre paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente en el ámbito de la crítica a la religión pagana y a sus falsos mitos. «Nuestra filosofía»: así, de un modo muy explícito, llegó a definir la nueva religión otro apologista contemporáneo de san Justino, el obispo Melitón de Sardes (Historia Eclesiástica, IV, 26, 7).
De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del Logos, sino que se empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que este, según la filosofía griega, carecía de consistencia en la verdad. Por eso, el ocaso de la religión pagana resultaba inevitable: era la consecuencia lógica del alejamiento de la religión de la verdad del ser, al reducirse a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres.
San Justino, y con él los demás apologistas, firmaron la clara toma de posición de la fe cristiana por el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdaddel ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas después de san Justino, Tertuliano definió esa misma opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que sigue siendo siempre válida: «Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit», «Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre» (De virgin. vel., I, 1).
A este respecto, conviene observar que el término consuetudo, que utiliza Tertuliano para referirse a la religión pagana, en los idiomas modernos se puede traducir con las expresiones «moda cultural», «moda del momento».
En una época como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre la religión -así como en el diálogo interreligioso-, esta es una lección que no hay que olvidar. Con esta finalidad -y así concluyo- os vuelvo a citar las últimas palabras del misterioso anciano, con quien se encontró el filósofo Justino a la orilla del mar: «Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden comprender» (Diálogo con Trifón VII, 3).
Catequesis del 21 de Marzo del 2007
Por Benedicto XVI
Este relato constituye el episodio crucial de la vida de san Justino: al final de un largo camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, que consideraba como la verdadera filosofía, pues en ella había encontrado la verdad y, por tanto, el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y decapitado en torno al año 165, en el reinado de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien san Justino había dirigido una de sus Apologías.
Las dos Apologías y el Diálogo con el judío Trifón son las únicas obras que nos quedan de él. En ellas, san Justino quiere ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el Logos, es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Todo hombre, como criatura racional, participa del Logos, lleva en sí una «semilla» y puede vislumbrar la verdad. Así, el mismo Logos, que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como en «semillas de verdad», en la filosofía griega. Ahora, concluye san Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del Logos en su totalidad, «todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos» (2 Apol. XIII, 4). De este modo, san Justino, aunque critica las contradicciones de la filosofía griega, orienta con decisión hacia el Logos cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular «pretensión» de verdad y de universalidad de la religión cristiana.
Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo del mismo modo que una figura se orienta hacia la realidad que significa, también la filosofía griega tiende a Cristo y al Evangelio, como la parte tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el Antiguo Testamento y la filosofía griega, son los dos caminos que llevan a Cristo, al Logos. Por este motivo la filosofía griega no puede oponerse a la verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se tratara de un bien propio. Por eso, mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II definió a san Justino «un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento»: pues san Justino, «conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado «la única filosofía segura y provechosa» (Diálogo con Trifón VIII, 1)» (Fides et ratio, 38).
En conjunto, la figura y la obra de san Justino marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la razón, más bien que por la religión de los paganos. De hecho, los primeros cristianos no quisieron aceptar nada de la religión pagana. La consideraban idolatría, hasta el punto de que por eso fueron acusados de «impiedad» y de «ateísmo». En particular, san Justino, especialmente en su primera Apología, hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos, que consideraba como «desviaciones» diabólicas en el camino de la verdad.
Sin embargo, la filosofía constituyó el área privilegiada del encuentro entre paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente en el ámbito de la crítica a la religión pagana y a sus falsos mitos. «Nuestra filosofía»: así, de un modo muy explícito, llegó a definir la nueva religión otro apologista contemporáneo de san Justino, el obispo Melitón de Sardes (Historia Eclesiástica, IV, 26, 7).
De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del Logos, sino que se empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que este, según la filosofía griega, carecía de consistencia en la verdad. Por eso, el ocaso de la religión pagana resultaba inevitable: era la consecuencia lógica del alejamiento de la religión de la verdad del ser, al reducirse a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres.
San Justino, y con él los demás apologistas, firmaron la clara toma de posición de la fe cristiana por el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdaddel ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas después de san Justino, Tertuliano definió esa misma opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que sigue siendo siempre válida: «Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit», «Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre» (De virgin. vel., I, 1).
A este respecto, conviene observar que el término consuetudo, que utiliza Tertuliano para referirse a la religión pagana, en los idiomas modernos se puede traducir con las expresiones «moda cultural», «moda del momento».
En una época como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre la religión -así como en el diálogo interreligioso-, esta es una lección que no hay que olvidar. Con esta finalidad -y así concluyo- os vuelvo a citar las últimas palabras del misterioso anciano, con quien se encontró el filósofo Justino a la orilla del mar: «Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden comprender» (Diálogo con Trifón VII, 3).
Catequesis del 21 de Marzo del 2007
Por Benedicto XVI