Paulina nació el 22 de Julio 1799 en la ciudad de Lyon (Francia), hija de Antonio Jaricot y Juana Lattier, ambos profundamente cristianos. Desde muy niña demostró un gran espíritu religioso. Su hermano mayor sentía inmensos deseos de ser misionero y (quizás por falta de suficiente información) le pintaban las misiones como algo terrorífico donde los misioneros tenían que viajar por los ríos sobre el cuello de terribles cocodrilos y por las selvas en los hombros de feroces tigres. Esto la emocionaba a ella pero le quitaba todo deseo de irse de misionera. Sin embargo sentía una gran inclinación a ayudar a los misioneros de alguna manera, y pedía a Dios que la iluminara. Y el Señor la iluminaría años más tarde por medio de una simple lectura hecha por una sirvienta.
De pequeñita aprendió que un gran sacrificio que sirve mucho para salvar almas es el vencer las propias inclinaciones a la ira, a la gula y al orgullo y la pereza, y se propuso ofrecer cada día a Nuestro Señor alguno de esos pequeños sacrificios.
Cuando en 1814 el Papa Pío VII quedó libre de la prisión en la que lo tenía Napoleón, el pueblo entero salió en todas partes a aclamarlo triunfalmente en su viaje hacia Roma. Paulina tuvo el gusto de que el Santo Padre al pasar por frente a su casa la bendijera y le pusiera las manos sobre su pequeña cabecita. Recuerdo bellísimo que nunca olvidó.
De joven se hizo amiga de una muchacha sumamente vanidosa y ésta la convenció de que debía dedicarse a la coquetería. Por varios meses estuvo en fiestas y bailes y llena de adornos, de coloretes y de joyas (pero nada de esto la satisfacía). Su mamá rezaba por su hija para que no se fuera a echar a perder ante tanta mundanidad. Y Dios la escuchó.
Un día en una fiesta social resbaló con sus altas zapatillas por una escalera y sufrió un golpe durísimo. Quedó muda y con grave peligro de enloquecerse. Entonces la mamá le hizo este ofrecimiento a Dios: "Señor: yo ya he vivido bastante. En cambio esta muchachita está empezando a vivir. Si te parece bien, llévame a mí a la eternidad, pero a ella devuélvele la salud y consérvale la vida".
Dios le aceptó esta petición. Su madre se enfermó y murió, pero Paulina recuperó el habla, y la salud física y mental y se sintió llena de vida y de entusiasmo.
Poco después, un día entró a un templo y oyó predicar a un santo sacerdote acerca de lo pasajeros que son los goces de este mundo y de lo engañosas que son las vanidades de la vida. Después del sermón fue a confesarse con el predicador y éste le aconsejó: "Deje las vanidades y lo que la lleva al orgullo y dedíquese a ganarse el cielo con humildad y muchas buenas obras". Desde aquel día ya nunca más Paulina vuelve a emplear lujosos adornos de vanidad, ni a gastar dinero en lo que solamente lleva a aparecer y deslumbrar. Sus vestidos son sumamente modestos, hasta el extremo que las antiguas amigas le critican por ello. Ahora en vez de ir a bailes se va a visitar enfermos pobres en los hospitales. Movida por el Espíritu de Dios, abandonó la pudiente vida de lujo y de frivolidad que había llevado hasta entonces, y comenzó a visitar a los pobres, vistiendo como ellos y buscando medios nuevos para ofrecerles una limosna sin que se sintieran humillados, porque, decía que "son ellos los que nos hacen el honor de aceptar nuestro dinero".
Francia acababa de salir de la Revolución jacobina, y con ideas y movimientos anticatólicos. Para contrarrestar esta ruina espiritual y honorar a Dios contra las persistentes blasfemias e improperios despectivos contra Dios y contra la Iglesia, comenzó un movimiento de jóvenes obreras que debían "reparar los insultos al Sagrado Corazón de Jesús olvidado y despreciado". Estas jóvenes llamadas Reparadoras, rezaban al Sagrado Corazón de Jesús y hacían horas de adoración ante el Santísimo Sacramento en expiación de los pecados de sus compatriotas.
Un día, cuando tenía 23 años de edad, llegó Paulina Jaricot de su trabajo, cansada y con deseos de escuchar alguna narración que le distrajera amenamente. Y se fue a la cocina a pedirle a la sirvienta que le contara algo ameno y agradable. La buena mujer le respondió: "si me ayuda a terminar este trabajito que estoy haciendo, le contaré luego algo que le agradará mucho". La muchacha le ayudó de buena gana, y terminando el oficio la cocinera se quitó el delantal y abriendo una revista de misiones se puso a leerle las aventuras de varios misioneros que en lejanas tierras, en medio de terribles penurias económicas, y con grandes peligros y dificultades, escribían narrando sus hazañas, y pidiendo a los católicos que les ayudaran con sus oraciones, limosnas y sacrificios, para poder continuar con éxito su difícil labor misionera.
En ese momento pasó por la mente de Paulina una idea luminosa: ¿por qué no reunir personas piadosas y obtener que cada cual obsequie dinero y ofrezca algunas oraciones y algún pequeño sacrifico por las misiones y los misioneros, y enviar después todo esto a los que trabajan evangelizando en tierras lejanas? Su hermano Philéas, más tarde sacerdote misionero, alentó esta inquietud, proponiéndole la idea de ayudar a las Misiones de América del Norte, primero, y después también las de Asia, confiadas a los cuidados de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París. Y así, Paulina se propuso empezar a llevar a cabo esa mima semana tan bella idea. Comenzaba a gestarse así la Asociación que luego se llamaría de la "Propagación de la Fe" que tendría su fundación oficial el día 3 de mayo de 1822.
Paulina se dirigió a sus Reparadoras y a sus compañeras de trabajo invitándoles a dar un céntimo a la semana a favor de las Misiones. Calculando 10 obreras y que cada una de ellas podía invitar, a su vez, a otras 10 amigas a hacer la misma oferta, se llegaba a la colecta de 100 céntimos a la semana. Estas personas, convertidas en socias de la Asociación, se empeñaban, cada una, a encontrar otras diez personas que ofrecieran semanalmente la misma suma. La Asociación pudo así extenderse velozmente, con millares de personas como miembros, y con una colecta que aumentaba proporcionalmente. En los primeros meses de 1820, cuando Paulina se encontraba al frente de la Asociación, las trabajadoras de Lyón alcanzaron la suma de 1.800 francos a la semana: ¡una suma enorme, considerando que su salario mensual era de pocos francos! Lo que es interesante señalar, es el entusiasmo y la prontitud al sacrificio de las jóvenes trabajadoras, que unían al duro trabajo el compromiso de reparación de las ofensas hechas a Dios y la ayuda a las necesidades de los pobres en patria y, sobre todo, en las Misiones Extranjeras. Pero todavía es más importante subrayar que la actividad de penoso trabajo en una fábrica del siglo XIX, con más de 15 horas de trabajo al día, no quitaba a estas jóvenes el deseo de la oración, y no les suprimía la voluntad de hacer el bien a personas más pobres que ellas mismas.
Su hermano, que se acaba de ordenar de sacerdote, propone la idea de Paulina a otros sacerdotes en París y a muchos les agrada y empiezan a fundar coros de Propagación de la Fe. La idea se extendió rapidísimo por toda la nación y las ayudas a los misioneros se aumentaron inmensamente. Casi nadie sabía quién había sido la fundadora de este movimiento, pero lo importante era ayudar a extender nuestra santa religión.
La facilidad y la velocidad con la que la Asociación se extendió entre los católicos franceses maduraron en Paulina la convicción de que se necesitaba alguna cosa parecida, pero todavía más útil y enérgica, para despertar y expandir la fe en Francia y en el mundo. Así, pensó en otra cadena de corazones comprometidos en aportar ayudas espirituales a toda la Iglesia, y tuvo la brillante idea de constituir un "Rosario Viviente", siguiendo un método parecido al de la Asociación para la Propagación de la Fe. Su deseo declarado era el de llevar la oración del Rosario, reservada entonces y sobre todo a las instituciones religiosas, a una práctica general. "Lo importante, y lo más difícil, era hacer que la masa aceptase el Rosario", recordaba en una carta posterior. En otra carta al Maestro General de los Dominicos, Paulina declaraba: "Me pareció que había llegado la hora de realizar el proyecto -perseguido desde hacía tiempo- de una Asociación accesible a todos, que permitiera alcanzar la unión de la oración con un modo único, breve y práctico, sin cansar a nadie y que pudiera facilitar, al menos durante algunos minutos, la meditación cotidiana de los misterios de la vida y de la muerte de Jesús".
Para alcanzar este fin, Paulina lanzó su nueva iniciativa con la creación de grupos, no ya de 10, sino de 15 personas, (una sección de 15 miembros dirigidos por una celadora), que correspondían a los 15 Misterios del Santo Rosario, y así, la sección recitaba cada día el Rosario entero. Estos grupos no sólo recitaban diariamente los 15 Misterios del Rosario, sino que se comprometían también a meditarles y a orar por una persona que tuviera una particular necesidad de conversión: Paulina creía en la fuerza del Rosario para la conversión de los pecadores. Tuvo también el ingenio de incluir en el grupo de las 15, a personas buenas, otras, mediocres y también aquellas que no tenían otra cosa que ofrecer sino su buena voluntad… Estaba convencida y afirmaba que con 15 carbones, cuando uno está bien encendido y tres o cuatro lo están a medias, y los otros nada… reuniéndoles, se consigue enseguida una hoguera. Una particularidad del "Rosario Viviente", debida siempre al genio y al celo de Paulina, era que cada asociado se comprometía a entregar cada año una suma de cinco francos para comprar y difundir buenos libros. En una década, la práctica del "Rosario Viviente" se había propagado también a otros continentes, y en Francia, en 1834, contaba con cerca de un millón de asociados. Paulina declaraba en una carta del 1 de mayo de 1840: "En breve estaremos en unión de oraciones con todos los pueblos del universo". Ella misma constataba con alegría que la mayor parte de los miembros de la "Asociación para la Propagación de la Fe" eran también miembros del "Rosario Viviente". Justamente, el Secretario del Comité Central de la Asociación, Dominique Maynis, en una carta a Paulina, escribe: "Lo que usted bien quiso añadir sobre este apoyo que el "Rosario Viviente" prestaría a la Propagación de la Fe indicaba suficientemente que la fundación de ésta no había estado del todo ajena al establecimiento de aquélla… cosa que no hemos podido olvidar". Un Breve Pontificio del Papa Gregorio XVI dio aprobación oficial al movimiento del "Rosario Viviente", que había alcanzado ya los dos millones de miembros, y que Paulina animará y guiará durante 15 años.
Paulina se fue a Roma a contarle al Santo Padre Gregorio XVI su idea de la Propagación de la Fe. El Sumo Pontífice aprobó plenamente tan hermosa idea y se propuso recomendarla a toda la Iglesia Universal. En el año 1826 la Obra se extiende en Europa, inicia sus Annales, que reproducen las cartas de los misioneros, y mantiene estrecha relaciones con la Congregación de Propaganda Fide.
Al volver a Francia fue a confesarse con el más famoso confesor de ese tiempo, el Santo Cura de Ars. El santo le dijo proféticamente: "Sus ideas misioneras son muy buenas, pero Dios le va a pedir fuertes sacrificios, para que logren tener más éxito". Esto se le cumplió a la letra, porque en adelante los sufrimientos e incomprensiones que tuvo que sufrir nuestra santa fueron enormes.
Al principio recogía ella misma las limosnas para las misiones, pero varios avivados le robaron descaradamente. Entonces se dio cuenta de que debía dejar esto a sacerdotes y laicos especializados que no se dejaran estafar tan fácilmente.
Paulina, “siempre libre para ir ahí donde las necesidades son más grandes”, siguió con su obra misionera: ella crea las Bibliotecas populares itinerantes en 1826 y la Congregación de las hijas de María en 1831. Queriendo mejorar la condición obrera y permitir una nueva evangelización, ella se compromete algunos años más tarde en un ambicioso proyecto industrial y crea la fábrica Nuestra Señora de los Ángeles.
Después recibió ayudas para fundar obras sociales en favor de los obreros pobres, pero varios negociantes sin escrúpulos la engañaron y se quedaron con ese dinero. Paulina se dio cuenta de que Dios la llamaba a dedicarse a lo espiritual, y que debía dejar la administración de lo material a manos de expertos que supieran mucho de eso.
En 1862, después de haber perdonado generosamente a todos los que la habían estafado y hecho sufrir, y contenta porque su obra de la Propagación de la Fe estaba ya muy extendida murió santamente y satisfecha de haber podido contribuir eficazmente a favor de las misiones católicas. Entregó su vida al amanecer del 9 de enero de 1862 pronunciando estas palabras "¡María! ¡Oh madre mía! ¡Os pertenezco totalmente!"
Veinte años después, en 1882, el Papa León XIII extendió la Obra de la Propagación de la Fe a todo el mundo. Y como confirmación de su espíritu misionero y del servicio a la Iglesia Universal, el 3 de mayo de 1922, Pío XI, con el Motu Proprio Romanorum Pontificum, declara "Pontificia" la Obra de la Propagación de la Fe (POPF).