Imágenes de Santa Rafaela María del Sagrado Corazón
18 Mayo
Rafaela María del Rosario Francisca Rudesinda Porras y Ayllón nació en Pedro Abad, (Córdoba, España) el 1 de marzo de 1850 en una familia de alta posición social. Fueron trece hermanos, once varones, su hermana Dolores y ella. A los 4 años perdió a su padre. El 25 de marzo de 1865, a los 15 años, en la parroquia de san Juan de los Caballeros hizo voto de castidad perpetua. Quizá no tenía claro lo que iba a ser de su vida, pero apuntaba claramente a la consagración. Todo eso se concretó muy pronto cuando en 1869, alrededor de sus 19 años, pasó por el nuevo y duro trance de ver morir a su madre hallándose sola junto a ella: «Prometí al Señor no poner jamás mi afecto en criatura alguna».
Después, las dos hermanas, que compartían similares ideales, acrecentaron su piedad y las obras de caridad. Una vez que se casaron dos de sus hermanos, y tras la prematura muerte de otro en 1872, pensaron dar un giro a su vida haciéndose carmelitas en su ciudad natal. En 1873 seguían las directrices del sacerdote, D. José María Ibarra. Y en 1874, asesoradas por él, ambas hermanas convivieron junto a las clarisas de Córdoba pasando por una fecunda etapa de reflexión. Entonces conocieron al buen sacerdote, D. José Antonio Ortiz Urruela, que fue decisivo en sus vidas. Siguiendo su consejo, en 1875 se pusieron en contacto con la Sociedad de María Reparadora como postulantes. Al tomar el hábito eligieron el nombre: Rafaela, el de María del Sagrado Corazón, y Dolores, el de María del Pilar.
En 1876 la Sociedad se trasladó a Sevilla, y las dos hermanas permanecieron en Córdoba con otras novicias, bajo el amparo del obispo, fray Ceferino González. Éste las apoyó para que en diciembre de ese mismo año pusieran en marcha el Instituto de Adoradoras del Santísimo Sacramento e Hijas de María Inmaculada. Después diría: «Yo no quiero ser Fundadora», pero no hubo marcha atrás, e incluso fue elegida Superiora. La comunidad vivía en conformidad con las Reglas de san Ignacio. Pero en un momento dado, les avisaron de que el prelado quería intervenir en su forma de vida, y determinaron salir de noche catorce novicias, junto a Rafaela María, camino de Andújar. En Córdoba permanecía Dolores para notificar el hecho. En Andújar se alojaron en el Hospital de las Hijas de la Caridad. La santa decía: «Yo me encuentro con valor y fuerzas muy grandes, porque tengo puesta mi confianza en el Señor, en que nos ayudará siempre porque no deseamos más que su honra y su gloria».
De Andújar se trasladaron a Madrid, abriendo otra casa en el barrio de Chamberí. Al morir D. José Antonio, recibieron la ayuda del jesuita, P. Cotanilla, y del obispo auxiliar Sancha. En 1877 el cardenal Moreno les concedió la aprobación diocesana y diez años más tarde, el papa León XIII aprobó la Congregación con el nombre de Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Su deseo era que todas se vinculasen al ardiente anhelo de su corazón:«Que todos lo conozcan y lo amen». Ella seguía su camino de oblación, sabedora de que era la única vía para unirse a Dios. Así lo consignaba en sus ejercicios espirituales. Y Dios la escuchó. En 1892 tenía 43 años y aún le quedaban 32 más de vida cuando abatió sobre ella la «noche oscura». Estaban en un momento fecundo para el Instituto, y en medio de él brotaron las malas hierbas de la desconfianza y la incomprensión, una «aniquilación progresiva y de martirio en la sombra», como dijo Pío XII.
Ante las graves dificultades de gobierno, renunció al generalato en Roma a favor de su hermana Dolores, y quedó relegada por completo al olvido, realizando duros trabajos y sufriendo constantes humillaciones, mientras se inmolaba con la vivencia heroica de la humildad y el perdón. En su soledad y silencio renovaba su espíritu de reparación por los pecados del mundo, pensando únicamente en la gloria de Dios. Así se abrazó a la cruz. «En el no hacer está mi mayor martirio. Dios me pide ser santa. Yo no puedo dejar de serlo sin despreciar Su santo querer. Si logro ser santa, hago más por la Congregación, por las hermanas y por el prójimo, que si estuviese empleada en los oficios de mayor celo. Mi espíritu gime, pero vale más agradar a Jesús gimiendo que riendo […]. El gozo será en la otra vida. Jesús me ama mucho y esto me debe alentar siempre». Dios le otorgaba dones extraordinarios. Solo pudo salir de la casa de Roma para ir a Loreto, a Asís y a España, donde no le fue permitido visitar a su hermana en Valladolid, ciudad en la que se hallaba retirada también del gobierno de la Congregación. Su consuelo era rezar de rodillas durante horas ante el Santísimo Sacramento al punto de quedar afectadas por una grave lesión. Murió el 6 de enero de 1925 (Año Santo). Pío XII la beatificó el 18 de mayo de 1952, y Pablo VI la canonizó el 23 de enero de 1977.
Rafaela María del Rosario Francisca Rudesinda Porras y Ayllón nació en Pedro Abad, (Córdoba, España) el 1 de marzo de 1850 en una familia de alta posición social. Fueron trece hermanos, once varones, su hermana Dolores y ella. A los 4 años perdió a su padre. El 25 de marzo de 1865, a los 15 años, en la parroquia de san Juan de los Caballeros hizo voto de castidad perpetua. Quizá no tenía claro lo que iba a ser de su vida, pero apuntaba claramente a la consagración. Todo eso se concretó muy pronto cuando en 1869, alrededor de sus 19 años, pasó por el nuevo y duro trance de ver morir a su madre hallándose sola junto a ella: «Prometí al Señor no poner jamás mi afecto en criatura alguna».
Después, las dos hermanas, que compartían similares ideales, acrecentaron su piedad y las obras de caridad. Una vez que se casaron dos de sus hermanos, y tras la prematura muerte de otro en 1872, pensaron dar un giro a su vida haciéndose carmelitas en su ciudad natal. En 1873 seguían las directrices del sacerdote, D. José María Ibarra. Y en 1874, asesoradas por él, ambas hermanas convivieron junto a las clarisas de Córdoba pasando por una fecunda etapa de reflexión. Entonces conocieron al buen sacerdote, D. José Antonio Ortiz Urruela, que fue decisivo en sus vidas. Siguiendo su consejo, en 1875 se pusieron en contacto con la Sociedad de María Reparadora como postulantes. Al tomar el hábito eligieron el nombre: Rafaela, el de María del Sagrado Corazón, y Dolores, el de María del Pilar.
En 1876 la Sociedad se trasladó a Sevilla, y las dos hermanas permanecieron en Córdoba con otras novicias, bajo el amparo del obispo, fray Ceferino González. Éste las apoyó para que en diciembre de ese mismo año pusieran en marcha el Instituto de Adoradoras del Santísimo Sacramento e Hijas de María Inmaculada. Después diría: «Yo no quiero ser Fundadora», pero no hubo marcha atrás, e incluso fue elegida Superiora. La comunidad vivía en conformidad con las Reglas de san Ignacio. Pero en un momento dado, les avisaron de que el prelado quería intervenir en su forma de vida, y determinaron salir de noche catorce novicias, junto a Rafaela María, camino de Andújar. En Córdoba permanecía Dolores para notificar el hecho. En Andújar se alojaron en el Hospital de las Hijas de la Caridad. La santa decía: «Yo me encuentro con valor y fuerzas muy grandes, porque tengo puesta mi confianza en el Señor, en que nos ayudará siempre porque no deseamos más que su honra y su gloria».
De Andújar se trasladaron a Madrid, abriendo otra casa en el barrio de Chamberí. Al morir D. José Antonio, recibieron la ayuda del jesuita, P. Cotanilla, y del obispo auxiliar Sancha. En 1877 el cardenal Moreno les concedió la aprobación diocesana y diez años más tarde, el papa León XIII aprobó la Congregación con el nombre de Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Su deseo era que todas se vinculasen al ardiente anhelo de su corazón:«Que todos lo conozcan y lo amen». Ella seguía su camino de oblación, sabedora de que era la única vía para unirse a Dios. Así lo consignaba en sus ejercicios espirituales. Y Dios la escuchó. En 1892 tenía 43 años y aún le quedaban 32 más de vida cuando abatió sobre ella la «noche oscura». Estaban en un momento fecundo para el Instituto, y en medio de él brotaron las malas hierbas de la desconfianza y la incomprensión, una «aniquilación progresiva y de martirio en la sombra», como dijo Pío XII.
Ante las graves dificultades de gobierno, renunció al generalato en Roma a favor de su hermana Dolores, y quedó relegada por completo al olvido, realizando duros trabajos y sufriendo constantes humillaciones, mientras se inmolaba con la vivencia heroica de la humildad y el perdón. En su soledad y silencio renovaba su espíritu de reparación por los pecados del mundo, pensando únicamente en la gloria de Dios. Así se abrazó a la cruz. «En el no hacer está mi mayor martirio. Dios me pide ser santa. Yo no puedo dejar de serlo sin despreciar Su santo querer. Si logro ser santa, hago más por la Congregación, por las hermanas y por el prójimo, que si estuviese empleada en los oficios de mayor celo. Mi espíritu gime, pero vale más agradar a Jesús gimiendo que riendo […]. El gozo será en la otra vida. Jesús me ama mucho y esto me debe alentar siempre». Dios le otorgaba dones extraordinarios. Solo pudo salir de la casa de Roma para ir a Loreto, a Asís y a España, donde no le fue permitido visitar a su hermana en Valladolid, ciudad en la que se hallaba retirada también del gobierno de la Congregación. Su consuelo era rezar de rodillas durante horas ante el Santísimo Sacramento al punto de quedar afectadas por una grave lesión. Murió el 6 de enero de 1925 (Año Santo). Pío XII la beatificó el 18 de mayo de 1952, y Pablo VI la canonizó el 23 de enero de 1977.