Un hombre vino a nuestra ‘Casa del Moribundo’ cuando acabábamos de traer a un enfermo recogido en la calle. Lo habíamos recogido de una alcantarilla, y estaba cubierto de gusanos. Sin saberse observada, una hermana acudió a atender al enfermo.
Aquel hombre se quedó mirando a la hermana: con qué delicadeza lo trataba, lo lavaba, le sonreía. En fin, todos los detalles.
Aquel hombre, tras observar el espectáculo sin perderse un detalle, se dirigió a mí para decirme:
“Vine aquí sin Dios, con el corazón lleno de odio.
Vine aquí... (y añadió todos los adjetivos que logró encontrar para calificar su estado de ánimo anterior). Ahora me voy lleno de Dios. He visto el amor de Dios en acción. A través de las manos de esa hermana, a través de su expresión, de su ternura tan llena de amor hacia aquel pobre infeliz, he visto descender el amor de Dios a aquel hombre por medio de la hermana. Ahora creo”.
¡Qué lindo si nuestros actos comunes de la vida de todos los días fueran capaces de ayudar a algún ateo a recobrar la fe!