San Vicente de Paul y las misiones


I. La imagen misionera de san Vicente en su tiempo
A los cuatro años de morir el santo (1581-1660), Louis Abelly, su primer bió­grafo, editaba una vida suya. Había trabajado sobre referencias suministradas por los cohermanos del difunto. Abelly esbozó, pues, la imagen de San Vicente, según los recuerdos, vivos aún, de sus contemporáneos. Pues bien, este autor habla en el mismo capítulo de las misiones en Europa, Berbería y Madagascar.
Reconoce la unidad de la misión (5). Las palabras de San Vicente, que el autor cita en este capítulo, subrayan asimismo la universalidad de la vocación misionera:
«… ¿quién hay que manifieste mejor que los misioneros la forma de vida adoptada por Jesús en la tierra? No lo digo sólo por nosotros; lo entiendo también de los grandes obreros apostólicos de diversas órdenes, que dan misiones dentro y fuera del reino. Son grandes misioneros, de los que nosotros no somos más que una sombra. Mirad cómo pasan a las Indias, al Japón, al Canadá, para llevar a término la obra que Jesucristo comenzó y no abandonó desde el instante en que fue des­tinado a ella por la voluntad de su Padre».

El retrato de San Vicente misionero se traza inmediatamente antes de la rela­ción de las misiones de Berbería. Nuevamente encontramos una frase sobre la universalidad de la vocación misionera:
«¡Qué dichosa, ay, qué dichosa la condición de un misionero que no tiene otras fronteras en sus misiones y trabajos por Jesucristo que toda la tierra habitable! ¿Por qué, pues, restringirnos a un punto y po­nernos límites, cuando Dios nos ha dado una extensión tan grande en la que ejercer nuestro celo?».
Abelly recuerda cómo San Vicente mismo deseaba ir hasta el fin de la tierra:
«¡Ah, lo miserable que soy! Por mis pecados me he hecho indigno de ir a servir a Dios en los pueblos que no le conocen.»

San Vicente tenía mucha devoción a San Francisco Javier y honraba mucho a los misioneros de la Compañía de Jesús y de otras órdenes. Para despertar el celo misionero de sus cohermanos, reunía a éstos para que oyesen los relatos de los misioneros que a veces le visitaban. En el refectorio se leían relaciones misionales impresas, y el santo hacía cuanto estaba en su mano para contribuir al progreso de las misiones. Ofreció al Señor su Compañía para las misiones extranjeras. Se alegraba cuando alguien quería marchar a ellas. Consecuente, sin embargo, con su gran máxima, también en este caso deseó tan sólo seguir a la Providencia.

Con las demás fuentes de la vida del santo en la mano, puede decirse que este retrato de San Vicente misionero es verídico. Abelly condensó en él los rasgos esenciales. Pero es el resultado de una evolución en San Vicente: nos esforzaremos por seguirla en la sección inmediata.

II. La motivación misionera de san Vicente
Respondamos ahora a la pregunta: ¿Cuál fue la motivación decisiva en San Vicente, cuando declaró las misiones extranjeras como destino de sus cohermanos? Los contactos entre Monseñor Ingoli, secretario de Propaganda, y el lazarista Louis Lebreton, en 1639-1640, fueron ocasión de que San Vicente reflexionara sobre una vocación de su comunidad a las misiones extranjeras. Vemos su primera reacción en una carta del 10 de mayo de 1639:

«Admiro la previsión de esta Congregación (de Propaganda) en cuanto a las misiones, y ruego al soberano pastor y señor de las misio­nes que recabe gloria de ellas. ¿Corréis riesgo si le decís con toda sencillez la de ahí? ¿No podríais por ese medio procurarle alguna es­tación?»

En Propaganda, Monseñor Ingoli quiso unirse a los lazaristas. La reacción de San Vicente es negativa. No quiere romper con los obispos de Francia. Está total­mente absorbido por las misiones de su patria. No reconoce aún otra vocación para su comunidad. Hasta pide a Lebreton que funde esas misiones en Roma. En cuanto a sí mismo, rogará por las misiones extranjeras.

En 1640, Monseñor Ignoli pide positivamente dos lazaristas para las misiones extranjeras. El señor Vicente reconocía esta vez un llamado de Dios (carta del 1 de junio, 1640):
«¿Qué os diré de la proposición de Monseñor Ignoli? Nada cierto, señor, sino que la recibo con toda la reverencia y humildad posibles, como venida de Dios; que haremos cuanto esté en nuestra mano para aceptarla…»

El santo reguló su actitud frente a la misiones extranjeras del modo siguiente: «Después de escrito lo que precede, he ido a celebrar la santa misa. El pensamiento que he tenido es: nadie en la tierra tiene el poder de enviar ad gentes, sino la Santa Sede, y ella puede enviar a todos los eclesiásticos por toda la tierra, en pos de la gloria de Dios y la salvación de las almas; a ella tienen obligación de obedecer todos los eclesiásticos y, según esta máxima, que me parece verosímil, he ofrecido esta pequeña compañía, a Su Divina Majestad, para que vaya adonde Su Santidad ordene.»

Y aunque San Vicente sostenía que la dirección y disciplina de los misioneros estaban en manos del Superior General, sus cohermanos debían ser «para con Su Santidad como los servidores del evangelio, y que al decirles: id allá, estén obligados a ir; venid acá, vengan; haced esto, lo hagan».

En las vidas de San Vicente se habla mucho de las experiencias de Folleville y Chátillon-les-Dombes, y a justo título. Pero hay que completar esas expe­riencias primarias de San Vicente con el momento secundario, cuando el santo, al celebrar la santa misa, recibe una iluminación de la misión ad gentes. Direc­tamente, el señor Vicente proclama un principio. Ese principio constante regula su actitud y su conducta: forma parte integral de su espiritualidad misio­nera. Ahora, la aplicación de él conoce restricciones. En 1642, San Vicente no puede corresponder a la protección ofrecida por Monseñor Ignoli, por falta de personal y por sus obligaciones para con los obispos de Francia. El 25 de mayo, 1642, escribía:

e… que creo, no habiendo quien pueda enviar ad gentes más que Su Santidad, todos los eclesiásticos están obligados a obedecerle, cuan­do les mande ir; y esta pequeña compañía se dispone de suerte que, cuando plazca a Su Santidad enviarla a ese país, de capite ad calcem, dejará todo lo demás e irá muy de grado. Plega a Dios, señor, nos haga dignos de emplear nuestras vidas, como Nuestro Señor, en la salvación de pobres criaturas alejadas de todo socorro…».

Tres veces tropezamos con este principio en la correspondencia de 1647. Pri­mero, en una carta del 15 de marzo a Monseñor Ignoli. El principio se aplica a un caso concreto: el santo propone a su asistente Lambert aux Couteaux para la coadjutoría de Babilonia. Aparece por segunda y tercera vez en las cartas a Jean Dehorgny, quien se muestra contrario a la idea de mandar misioneros a Persia. Mas San Vicente ve ahí una llamada de Dios. En marzo de 1647 extiende el razonamiento a la defensa de su máxima:

«… no debemos contribuir a la expansión de la Iglesia? Sin duda; siendo así, ¿en quién reside el poder de enviar ad gentes? Tiene que ser en el papa, o en los concilios, o bien en los obispos. Ahora, éstos no tienen jurisdicción más que en sus diócesis; concilios no hay en estos tiempos; tiene que ser en la persona del primero; y si tiene derecho a enviarnos, nosotros tendremos la obligación de ir; de otro modo, su poder sería vano.»

La carta del 2 de mayo de 1647 formula el principio en un tono más bien per­sonal:
«El (Dios) nos llama allá (Persia) por el Papa, único que tiene el poder de enviar ad gentes, y a quien es caso de conciencia desobedecer. Yo me siento interiormente instado a obedecer, pues pienso que el poder dado por Dios a la Iglesia para la difusión del anuncio evangé­lico por toda la tierra residiría vanamente en la persona de su cabeza si, correlativamente, los súbditos no tuviesen la obligación de acudir adonde se les manda para que trabajen en la expansión del imperio de Jesucristo.»

San Vicente enunció aún otra vez su principio misionero en la repetición de oración del 30 de agosto, 1657.

Le han hecho saber la muerte de tres misio­neros de Madagascar, y se pregunta delante de la Compañía:
«¿Tiene la Compañía vocación para esa tierra, la llama Dios a ella? Ay, señores, no lo dudemos, pues no pensábamos en Madagascar cuando se nos hizo esa pregunta, y he ahí cómo ocurrió todo…»

Y el señor Vicente explica una vez más que el Papa tiene poder para enviar por toda la tierra, que ha dado ese poder a Propaganda, la cual, a su vez, envía lazaristas a Madagascar:

«Ahora, os pregunto: ¿No es esa una verdadera vocación?» Podemos concluir que, desde 1640 hasta el final de su vida, San Vicente deja que guíe sus decisiones una misma máxima, formulada siempre con palabras casi idénticas y aplicada a circunstancias diversas: era la luz recibida durante la celebración de la santa misa.

Fue igualmente bastante personal el motivo por el que San Vicente se sintió impulsado a trabajar en las misiones extranjeras. Encontramos por primera vez su pensamiento en las cartas del 31 de agosto, 1646, marzo de 1647 y subsiguiente 2 de mayo. El santo comprueba:

«En cuanto a mí, sé que este sentimiento me embarga desde hace mucho tiempo.»
Es una opinión personal del señor Vicente, pues dice: «… puede que me equi­voque…», y algo más adelante: «Y aunque me equivocase».

El 31 de agosto de 1646 formula su pensamiento de esta manera:
«Os confieso que tengo mucho afecto y devoción, así me parece, a la propagación de la Iglesia en tierras de infieles, por la aprensión que tengo de que Dios la aniquile poco a poco aquí, y que nada o muy poco quede de ella de aquí a cien años, a causa de nuestras depravadas costumbres y de esas opiniones nuevas que cunden cada vez más, y por este estado de cosas.»

El pensamiento de que Dios quiere trasladar su Iglesia a otras tierras aparece ya en una plática de septiembre, 1655, en una carta del 3 de septiembre, 1655, y en otra plática de septiembre, 1656. Podemos así concluir que este pensamiento es también una motivación constante en San Vicente.
La plática de septiembre, 1656, ilumina el pensamiento del santo sobre esta materia. Podemos primeramente conjeturar por el pasaje que sigue que San Vicente deriva su motivación del Papa Clemente VIII, al que él había visto en Roma y por el que sentía gran veneración:

«Habiendo, pues, este santo papa recibido a dos embajadores de parte de algunos príncipes del Oriente, donde la fe comenzaba a ex­tenderse, y deseando dar gracias a Dios por ello en presencia suya, ofreció a intención de ellos el santo sacrificio de la misa. Mientras estaba ante el altar, y hacia el memento, he aquí que le ven llorar, gemir y suspirar, lo que les extraña grandemente. De manera que, al término de la misma, se toman la libertad de preguntarle qué causa ha motivado sus lágrimas y gemidos en una acción que sólo debiera causarle consuelo y gozo. El les dijo con toda sencillez ser cierto que había comenzado la misa con gran satisfacción y contento, pero que le había sobrevenido una súbita tristeza y amargura a la vista de los reveses y pérdidas que acontecían todos los días a la Iglesia de parte de los herejes; de manera que había motivos para temer que Dios quisiera trasladarla a otro lugar.»

Habría que citar toda la plática, pero nos contentaremos con los pasajes si­guientes:

«¡Ah, señores y hermanos míos, qué gozo recibirá Dios si, entre las ruinas de su Iglesia, en medio de las conmociones causadas por las herejías, en los estragos que la concupiscencia por todos lados provoca, hay algunas personas que se ofrezcan a El para llevar a otra parte, si así puede hablarse, los restos de su Iglesia, y otros para defender y guardar lo poco que aquí queda!»

¿No coincidía San Vicente con el abad de Saint-Cyran, quien pensaba ser temeridad oponerse a los designios de Dios y defender a una Iglesia a la que ha re­suelto perder?

Y San Vicente añade:
«Ay, señores, puede que dijera la verdad, al avanzar que, por nuestros pecados, Dios quería quitarnos la Iglesia. Pero mintió este autor de herejía al decir que era una temeridad oponerse a Dios por el sostenimiento y defensa de la Iglesia; Dios lo pide, y hay que hacerlo…»

Vemos cómo este pensamiento de San Vicente aparece una y otra vez en un contexto misionero. Trabajar en las misiones extranjeras tiene en él una moti­vación personal. No se puede decir que la idea forme parte de su doctrina misio­nera, de su espiritualidad general. Proviene de las situaciones concretas de su tiempo. En todo caso, es un pensamiento que puede ser útil también para el nuestro.

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III. Las negociaciones sin resultado
Sorprende comprobar las negociaciones llevadas a cabo en tiempo de San Vi­cente para enviar lazaristas a las misiones y que quedaron sin resultado. En 1634, el santo hubo de pensar ya en Turquía. Escribía con fecha 25 de julio:
«El señor embajador de Turquía (conde de Marcheville) me hace el honor de escribirme pidiendo sacerdotes de San Nicolás (la comunidad de Adrien Bourdoise) y de la Misión, que piensa podrán hacer más de cuanto yo ose deciros.»

San Vicente escribió esta carta al Padre du Coudray, en Roma, quien estaba en tratos con un joven maronita. Sugeríale el santo:
«y traed cuando y como tengáis a bien… a ese buen maronita, si pensáis que desea darse a Dios en esta pequeña compañía; ejercitaos, por favor, en el aprendizaje de su griego vulgar, para enseñarlo aquí, si es preciso; ¿quién sabe?»

Por primera vez se menciona a un candidato de la Congregación que no pro­cede de Europa.
En 1640. Monseñor Ingoli pide a San Vicente dos cohermanos oriundos de Aviñón para que acompañen a un obispo de otra compañía. Se trata del Brasil, pues el 9 de agosto tropezamos con la mención de Pernambuco: «Espero respuesta de Fernambouc (sic) de las Indias.»

San Vicente no tiene padres del condado de Aviñón, pero observa a pesar de todo: «Me parece es absolutamente necesario que el obispo y los dos que han de acompañarle sean de la misma compañía.»

Y luego subraya: «Que la dirección de la disciplina de los enviados incumba al supe­rior, con facultad para reclamar a ésos y mandar a otros». No hallamos otras referencias a este asunto.

San Vicente se ocupó durante años del obispado de Babilonia, en Persia. La primera referencia se lee en una carta del 24 de agosto, 1643, y la última en la del 14 de noviembre, 1659 (33). Sólo el período 1643-1647 es de importancia para nosotros, porque fue entonces cuando Propaganda pidió lazaristas para Persia.
En 1643, tras el regreso a Francia de Monseñor Jean Duval, obispo de Babilo­nia, el señor de Monthéron, un antiguo amigo de San Vicente, inicia las negociaciones. A ellas había precedido una plática con Monseñor Ingoli. La inten­ción era que los lazaristas fuesen a Persia y que Monseñor Duval dimitiese en favor de un cohermano del señor Vicente. El señor de Monthéron trata el asunto con el superior de Roma, Bernard Codoing; escribe, asimismo, una carta a Mon­señor Duval.

En el intervalo había que buscar una prebenda para el obispo y presentar la cuestión de forma oficial al señor Vicente. De ahí que el señor de Monthéron proponga al nuncio en París que establezca contacto con la reina con objeto de hallar otro beneficio para Monseñor Duval y hablar con el señor Vicente en la forma dicha. Mientras tanto, el señor Vicente lo sabía ya todo, porque «una buena religiosa» se lo había dicho de parte del señor de Monthéron. Prime­ramente, el santo responde a la propuesta con una negativa, en especial «de que plega a Su Divina Bondad manifestar su voluntad con mayor evidencia en la manera como se os (a Codoing) proponga la cosa por parte de dicha Congrega­ción y por la forma como la proposición sea recibida aquí (Francia), positis aliis circumstantlis ponendis».

Además, el señor Vicente carecía de personal. La situación en Persia era tal, que no se podría trabajar en Bagdad y había que ir a Ispahan. Luego, pensaba el santo que el Señor no quería se nombrase obispos a los lazaristas.

En agosto de 1644 el superior de Roma, Bernard Codoing, pensaba haber clara llamada de Dios para el envío de lazaristas a Persia. San Vicente dudaba aún, sobre todo a causa de las dificultades financieras:
«Queda otra dificultad, y es la de dar ahí a Monseñor de Babilonia la renta que le corresponde y que está destinada a su obispado. ¿Podríais hacer se terminase el asunto sin eso?»

El asunto se arrastró hasta 1647. San Vicente había reconocido una clara llama­da de Dios a su Congregación. Pero el nuevo superior de Roma, Jean Dehorgny, dudaba de ella. San Vicente respondía en marzo de 1647:
«Sabéis, señor, cuándo puso la Sagrada Congregación los ojos en nos­otros, las veces que nos ha solicitado y lo poco que nosotros nos hemos aprestado a mezclar nada humano en la resolución de esta santa empresa; pero como se nos insta de nuevo por cartas y a través del señor nuncio, no dudo de que hemos de llegar a la ejecución.»

La falta de personal no cuenta ya para San Vicente. San Ignacio había nom­brado superiores aun a novicios:
«¿Sería razonable tener nosotros abundancia de hombres, inutili­zando parte de nuestro tiempo, mientras Dios carece de ellos en otros lugares adonde nos manda?»

San Vicente había pedido externos para el episcopado, pero sin éxito. Ya no pone dificultad en que uno de los suyos sea nombrado obispo:
«He reparado una vez más en el peligro de que este ejemplo dé ocasión a que algunas personas de la Compañía ambicionen prela­turas; pero estimo que la lejanía del lugar, los riesgos que se corren al ir y residir en él, la humildad apostólica con que se comportará el elegido para el cargo, quitarán la ocasión de que se ambicione esos empleos; hay muchos otros inconvenientes…»

San Vicente va a actuar. En marzo de 1647 propone a Monseñor Ingoli la persona de su asistente, Lambert aux Couteaux, como candidato a la coadjutoría de Babilonia:
«Os confieso, Monseñor, que privarme de esta persona es sacarme un ojo y cortarme un brazo.»

Promete hablar del asunto con la reina, después de lo cual dará de nuevo aviso a Monseñor Ignoli. De todos modos, la presentación del Padre Lambert aux Couteaux no estaba aun firmemente resuelta para el santo, quien no había hablado con el candidato más que en términos generales. El superior de Roma perma­necía contrario a la decisión. En mayo de 1647, el señor Vicente escribía con este motivo:
«Suspenderé, sin embargo, la resolución hasta que vea lo que tengáis que escribirme acerca de ella, con objeto de avenirme, si vuestras razones son mejores que las mías». En una carta del 23 de octubre, 1648, se refiere una vez más a Persia, «adonde Propaganda nos envía»; pero el asunto no trajo consecuencias a la Con­gregación.

En 1644, se piden lazaristas para las Indias Orientales. Bernard Codoing, en Roma, ve en ello una clara llamada de Dios. Esto causa una fuerte impresión en el señor Vicente. Piensa en mandar un sacerdote y un clérigo a Portugal con el embajador de Francia, que sale en esa dirección. Desde allí, sus cohermanos podrán pasar a las Indias.

En 1645, el señor Vicente aún tiene que asegurar al superior de Roma que no experimenta repugnancia por la propuesta de las Indias, pero ahora ya no hallaremos rastro del asunto en la correspondencia del santo.

La petición de un misionero para Salé habíase sugerido en 1643 y era forma­lizada en 1646. El señor Vicente escribía el 25 de julio de ese año:
«Se nos pide también en Salé, que es otra ciudad de Africa (en Ma­rruecos), donde está permitido predicar a Jesucristo. No sabemos aún quién será elegido para que vaya a ella. Ruégoos penséis ante Dios quién podría tener capacidad y celo para la empresa y me digáis vuestro parecer.»

Al cabo de una semana, San Vicente había tomado la decisión de enviar allá a un sacerdote y a un hermano. El sacerdote, Padre Jacques Le Soudier, salió de París antes del 25 de agosto, 1646. Debía asistir a los esclavos de Salé, y estaría al servicio del cónsul.
Pero en octubre de 1646, Le Soudier recibía del señor Vicente la orden de detenerse en Marsella. Un padre recoleto había partido rumbo a Marruecos, diciendo que ansiaba rescatar esclavos, mas suplantó a Le Soudier en Salé, en el puesto a él destinado. San Vicente escribía al cónsul el 5 de octubre, 1646:
«Al proceder de este buen padre que ha ganado la delantera nada sé decir, señor, sino que tenemos por máxima ceder a los demás las buenas obras que se brindan a hacer, estimando con razón que las harán mejor que nosotros. Luego, tememos que sobrevenga algún liti­gio, con más escándalo que edificación de cristianos e infieles.»

Para San Vicente la cuestión había concluido. Más tarde, el hijo del cónsul, Henri, hacía nuevas instancias ante el santo para que enviase lazaristas. De ahí que, a los seis años, enero de 1652, San Vicente dirigiera una súplica a Propa­ganda pidiendo las facultades necesarias a los misioneros que deseaba enviar a Salé. Propaganda accedió a la petición, mas cuando San Vicente supo que los recoletos hacían instancias para que Roma los reinstalase en su antigua mi­sión, renunció al puesto. Escribía el 7 de marzo, 1652, al nuncio:
«Sepan los señores de Propaganda que, si hay otros obreros deseosos de ir a los lugares que nos habían sido designados, nosotros nos reti­ramos de ellos para no herir la caridad, ni turbar la sensación que debemos tener de que los demás actúan mejor que nosotros.»

He ahí al verdadero San Vicente, activado por la humildad colectiva.
En el curso de los años 1647-1648, el señor Vicente tuvo intención de enviar misioneros a Arabia. Existe una súplica de enero, 1648, por la que pide a Propa­ganda autorización para dirigir esta misión en su propio nombre, y que se designe a un Vice-prefecto. Este se establecería en un puerto de la Arabia Feliz, adonde le podrían llevar los barcos holandeses e ingleses. Luego, se ve cómo ninguno de estos planes llega a ejecutarse.

En 1652, se pide a San Vicente envíe dos sacerdotes a Guyana: estaban en curso los preparativos de una expedición a esas tierras. El santo solicita de Propaganda, en marzo de ese año, las facultades necesarias para poder nombrar él mismo al prefecto de esa misión. El director religioso de la expedición, el abate de l’Isle Marivault, recibía alojamiento del señor Vicente. A la casa de Bons-Enfants acudía mucho público, pues según cuenta Bist, a ella se había reti­rado el historiógrafo de la expedición. El mismo señor Vicente escribía:
«Aquí tiene lugar un aprovisionamiento considerable para ese país. Va un doctor de la Sorbona con muchos buenos sacerdotes, a los que lleva con la resolución de no depender, poco ni mucho, de nadie más que de la Santa Sede. Esta resolución está tomada tiempo ha, y se ejecutará antes que la otra (la fundación de un seminario por el señor de Ventadour, en Gentilly), pues el dinero y los barcos están casi prestos».

En una carta del 23 de octubre, 1648, se refiere una vez más a Persia, «adonde Propaganda nos envía»; pero el asunto no trajo consecuencias a la Con­gregación.

En 1644, se piden lazaristas para las Indias Orientales. Bernard Codoing, en Roma, ve en ello una clara llamada de Dios. Esto causa una fuerte impresión en el señor Vicente. Piensa en mandar un sacerdote y un clérigo a Portugal con el embajador de Francia, que sale en esa dirección. Desde allí, sus cohermanos podrán pasar a las Indias.

En 1645, el señor Vicente aún tiene que asegurar al superior de Roma que no experimenta repugnancia por la propuesta de las Indias, pero ahora ya no hallaremos rastro del asunto en la correspondencia del santo.
La petición de un misionero para Salé habíase sugerido en 1643 y era forma­lizada en 1646. El señor Vicente escribía el 25 de julio de ese año:
«Se nos pide también en Salé, que es otra ciudad de Africa (en Ma­rruecos), donde está permitido predicar a Jesucristo. No sabemos aún quién será elegido para que vaya a ella. Ruégoos penséis ante Dios quién podría tener capacidad y celo para la empresa y me digáis vuestro parecer.»

Al cabo de una semana, San Vicente había tomado la decisión de enviar allá a un sacerdote y a un hermano. El sacerdote, Padre Jacques Le Soudier, salió de París antes del 25 de agosto, 1646. Debía asistir a los esclavos de Salé, y estaría al servicio del cónsul. Pero en octubre de 1646, Le Soudier recibía del señor Vicente la orden de detenerse en Marsella. Un padre recoleto había partido rumbo a Marruecos, diciendo que ansiaba rescatar esclavos, mas suplantó a Le Soudier en Salé, en el puesto a él destinado. San Vicente escribía al cónsul el 5 de octubre, 1646:
«Al proceder de este buen padre que ha ganado la delantera nada sé decir, señor, sino que tenemos por máxima ceder a los demás las buenas obras que se brindan a hacer, estimando con razón que las harán mejor que nosotros. Luego, tememos que sobrevenga algún liti­gio, con más escándalo que edificación de cristianos e infieles.»

Para San Vicente la cuestión había concluido. Más tarde, el hijo del cónsul, Henri, hacía nuevas instancias ante el santo para que enviase lazaristas. De ahí que, a los seis años, enero de 1652, San Vicente dirigiera una súplica a Propa­ganda pidiendo las facultades necesarias a los misioneros que deseaba enviar a Salé. Propaganda accedió a la petición, mas cuando San Vicente supo que los recoletos hacían instancias para que Roma los reinstalase en su antigua mi­sión, renunció al puesto. Escribía el 7 de marzo, 1652, al nuncio:
«Sepan los señores de Propaganda que, si hay otros obreros deseosos de ir a los lugares que nos habían sido designados, nosotros nos reti­ramos de ellos para no herir la caridad, ni turbar la sensación que debemos tener de que los demás actúan mejor que nosotros.»

He ahí al verdadero San Vicente, activado por la humildad colectiva.
En el curso de los años 1647-1648, el señor Vicente tuvo intención de enviar misioneros a Arabia. Existe una súplica de enero, 1648, por la que pide a Propa­ganda autorización para dirigir esta misión en su propio nombre, y que se designe a un Vice-prefecto. Este se establecería en un puerto de la Arabia Feliz, adonde le podrían llevar los barcos holandeses e ingleses. Luego, se ve cómo ninguno de estos planes llega a ejecutarse.

En 1652, se pide a San Vicente envíe dos sacerdotes a Guyana: estaban en curso los preparativos de una expedición a esas tierras. El santo solicita de Propaganda, en marzo de ese año, las facultades necesarias para poder nombrar él mismo al prefecto de esa misión. El director religioso de la expedición, el abate de l’Isle Marivault, recibía alojamiento del señor Vicente. A la casa de Bons-Enfants acudía mucho público, pues según cuenta Bist, a ella se había reti­rado el historiógrafo de la expedición. El mismo señor Vicente escribía:
«Aquí tiene lugar un aprovisionamiento considerable para ese país. Va un doctor de la Sorbona con muchos buenos sacerdotes, a los que lleva con la resolución de no depender, poco ni mucho, de nadie más que de la Santa Sede. Esta resolución está tomada tiempo ha, y se ejecutará antes que la otra (la fundación de un seminario por el señor de Ventadour, en Gentilly), pues el dinero y los barcos están casi prestos».

Pero el señor Vicente retiró a sus misioneros. Una carta del 3 de mayo, 1652, ostenta el motivo de la determinación:
«El plan de América no nos ha resultado; no es que no tenga lugar el embarque, sino que quien nos había pedido sacerdotes no ha vuelto a hablar de ello, puede que a causa de la dificultad de la Sagrada Congregación de Propaganda, cosa en la que no había pensado; y yo pienso que los sacerdotes allá enviados van sin contar con ella. Creo como vos, señor, que es bueno hacer a Dios sacrificios como ésos y enviar a nuestros sacerdotes para que conviertan a los infieles, pero a condición de que tengan una misión legítima.»

En 1654-1655 hubo dos coloquios sobre el envío de misioneros y otros sacer­dotes a Suecia y a Dinamarca. Propaganda quería pedir al santo siete u ocho sacerdotes, y formuló su solicitud por segunda y tercera vez. El Padre Guillot, que trabajaba en Polonia, deseaba ir allá. Cruzó cartas con Suecia, y tuvo una entrevista con el embajador de Francia.

El señor Vicente pidió al superior de Varsovia le diera cuanto necesitase, por ejemplo, un libro de controversia. En febrero, 1655, era claro que la reina Luisa-María de Gonzaga no deseaba la partida del señor Guillot. En vista de las dificultades surgidas entre los cohermanos de Polonia, el embajador había buscado tres sacerdotes en Fran­cia. San Vicente escribió entonces:
«He ahí, pues, sabida la voluntad de Dios y resuelta de ese modo la dificultad al respecto.»

En 1656, Propaganda pidió a San Vicente, a través del nuncio, un sacerdote para el Líbano, adonde el santo pensó en enviar al Padre Edme Jolly, de lo cual desistió: los grandes calores del Líbano podían perjudicar a este co­hermano, quien, por otra parte, hacía mucho bien en Roma. El señor Vicente optó por la persona del Padre Thomas Berthe. El 14 de julio, el señor Vicente visitaba al nuncio para explicarle detalladamente las cualidades del candidato: Escribía: «rogamos a Dios que disponga de este asunto como su sabiduría juzgue conveniente.»

El asunto no tuvo otras consecuencias.
Vicente de Paúl abrigó aún diversos planes. Hay que citar una carta de Nico­lás Etienne, escrita desde Madagascar el 1 de enero, 1664: «… iré aun a China, Japón y demás tierras de infieles a abrir paso a la Congregación, para que preste a Dios y a las almas el servicio prestado en Europa. Tal era la intención del difunto señor Vicente, nuestro bienaventurado padre, que yo pasara a China…»

Vemos la evolución en la espiritualidad misionera de San Vicente, comparando este texto con la carta del 10 de marzo, 1639 (70). ¿Deberá dudarse que todos sus cohermanos pudieron seguir esa evolución en la Congregación? No lo sabe­mos. Queremos de todas suertes citar aún dos textos. El primero es un extracto de la repetición de oración del 14 de julio, 1655 (71):
«¿Cómo? —dirá un misionero laxo—. ¿Para qué tanta misión? ¡Ir a las Indias, a las Hébridas! ¡Andad, andad, eso es ya demasiado… en realidad, cuando el señor Vicente haya muerto, va a haber muchos cambios, habrá que cortar todos esos compromisos, pues no hay ya medio de sostenerlos! ¿A qué tantas Indias, Hébridas, prisiones? De modo, señores, que se dirá: Adiós misiones, adiós Indias, adiós Hébri­das, etc. ¿Y quién es la causa de todo ese mal? Un laxo, misioneros laxos y llenos del amor de sus comodidades, de su tranquilidad

El 6 de diciembre, 1658, el santo decía una vez más:
«Cuando yo haya muerto, puede acontecer que vengan espíritus de contradicción y personas laxas que digan… y otros que digan que abar­carnos demasiado enviando a tierras lejanas, las Indias, Berbería. Pero, Dios mío, pero Señor mío, ¿no enviásteis Vos a Santo Tomás a las Indias, y a los demás apóstoles por toda la tierra? ¿No les encomen­daisteis el cuidado y guía de todos los pueblos en general, y de muchas personas y familias en particular? No importa: nuestra vocación es: Evangelizares pauperibus.»

Podemos ahora trazar el siguiente cuadro cronológico:
1634 Constantinopla
1640 Pernambuco (Brasil)
1643 Babilonia (Persia)
1644 Indias Orientales
1645 Túnez
1646 Argel Salé (Marruecos)
1647 Arabia
1648 Madagascar
1652 Guyana
1654 Suecia
1656 Líbano
Los proyectos escritos en negrita llegaron a realizarse, y sobre ellos queremos decir algo en la sección que sigue.
IV. Evaluación de las misiones emprendidas
No tenemos intención de reconstruir aquí la historia de las misiones aceptadas por San Vicente, pues tanto se ha escrito sobre ello. Lo que en este artículo nos interesa es la persona de San Vicente y las directrices que da a sus misioneros.

a) Túnez (desde 1645) y Argel (desde 1646)
En 1642, San Vicente recibe de Luis XIII la orden de enviar algunos sacerdotes a Berbería (73). El rey le da nueve o diez mil libras para esa obra. Se determina bien el objeto de las misiones en Berbería en el acta de fundación de la casa de Marsella:
«Itero, con la obligación expresa de que dichos sacerdotes de la Misión envíen, para siempre y a perpetuidad, cuando y como lo juzguen oportuno, sacerdotes de dicha Congregación de la Misión a Berbería, para consolar e instruir a los pobres cristianos, cautivos y detenidos en dichos lugares, en la fe, amor y temor de Dios y organizar con ellos misiones, catequesis, instrucciones y exhortaciones, misas y ora­ciones según es su costumbre…»

El primer sacerdote de la Congregación, acompañado de un hermano, llegó a Túnez el 22 de noviembre de 1645 en calidad de capellán del cónsul francés. Para facilitar las misiones en Berbería, San Vicente adquirió los consulados de Argel (1646) y Túnez (1648).
En lo sucesivo, San Vicente destinó a tres cohermanos para el servicio de los esclavos, y a un cohermano clérigo y otro lego para el consulado. Un cohermano falleció en Túnez durante este período. A Argel se destinó un clérigo para el consu­lado, mientras para la asistencia a los esclavos se enviaba a cuatro padres, entre las fechas de 1646 y la muerte de San Vicente (1660). Tres de los padres falle­cerían durante ese tiempo. Jean Le Vacher, que trabajó en Túnez y en Argel, fue el más célebre de estos misioneros. En un reglamento que San Vicente le trazó leemos el consejo «de vivir con todas las precauciones imaginables para con el dey, el pacha, la aduana y otros principales…» Le Vacher debía, además «ganar a fuerza de paciencia a los sacerdotes y religiosos esclavos que allí haya, mantener a los mercaderes en la mayor unión posible. Sobre todo, se atendrán a las leyes del país, exceptuada la religión, de la que jamás disputarán ni dirán nada desdeñoso.»

Le Vacher debía consignar con toda exactitud los nombres de los esclavos a los que asistiese y anotar la suma que les distribuía. Al hermano de Jean, Philippe Le Vacher, entonces en Argel, escribíale San Vicente, en 1652: «No se os envió a Argel más que para consolar a las almas afligidas, animarlas a sufrir y ayudarlas a perseverar en nuestra santa religión. Ese es vuestro principal deber, y no el cargo de Gran Vicario que acep­tasteis sólo en cuanto que sirve de medio para los fines mencionados.»
Philippe Le Vacher no debía relacionarse con los turcos o los renegados: «no os expongáis a los peligros que pueden sobrevenir, pues exponién­doos… lo expondríais todo y haríais gran injusticia a los pobres cris­tianos esclavos, cuando mejor asistidos estarían; cerraríais la puerta al porvenir y a la libertad que ahora tenemos de prestar este servicio a Dios en Argel y otros lugares.»

El humilde señor Vicente no temía hacer una comparación entre las órdenes que van a rescatar esclavos y la obra de sus misioneros:
«Eso, señores, es hermoso y muy excelente, pero me parece que hay algo aún mayor en los que no sólo van a Argel, a Túnez, para contribuir al rescate de los pobres cristianos, sino que, además de eso, permanecen allí, y permanecen para rescatar a esa pobre gente, para asistirla espiritual y corporalmente, correr en socorro suyo, estar allí para asistirla».
A 1.200 esclavos se rescató en vida de San Vicente, gastándose en esa y otras obras en favor de los esclavos 1.200.000 libras.

No siempre era fácil encontrar seglares para la función de cónsul, de suerte que los mismos sacerdotes debieron asumir esta función. El señor Vicente hizo instancias a Roma para obtener el permiso, pero no le fue concedido. En su co­rrespondencia con el Padre Jolly, superior de Roma, encontramos, sobre la cues­tión, algunas frases muy pertinentes, escritas de puño y letra del santo en cartas redactadas por su secretario.
Por ejemplo, el 7 de septiembre de 1657:
«Se emplea a eclesiásticos para administrar justicia civil en los Estados Eclesiásticos, función que los seglares podrían desempeñar, ¿por qué no en Barbería, visto el estado de cosas, y que aseguro ante Dios, que no es para hacer comentario, ni para valerse de ventaja temporal alguna, y que no hay otro motivo que nos induzca a este santo empleo que la sola caridad para con el prójimo por el amor de Dios?»
San Vicente podrá atestiguar (carta del 23 de noviembre 1657):
«Estos consulados cuestan mucho a la Compañía por los gastos que hay que hacer, superiores a la renta que los sostiene.»
Pero el santo mantenía a sus misioneros, aun en circunstancias muy difíciles, pues era de opinión que, «aunque ningún otro bien proviniera de estas esta­ciones, más que hacer ver a esa tierra maldita la belleza de nuestra santa reli­gión…, estimo que hombres y dinero están bien empleados».

b) Madagascar
En relación con San Vicente y las misiones extranjeras, reconstruyamos aquí la historia de la misión de Madagascar, en cuanto que las vicisitudes de ella fueron vividas por el santo. No hablamos, pues, de los trabajos de los misioneros mis­mos. Nos parece que Collet (84) resume bien el compromiso de San Vicente con la misión de esta isla:
«Esta misión le costó infinito y probó su paciencia más que ninguna otra, reveló su grandeza de corazón y su constante sumisión a los designios de Dios; por eso no podemos considerarla como extraña a él. Es cierto que cuentan mucho en ella sus misioneros; pero puede decirse que él cuenta mucho más…»

El 22 de marzo de 1648 escribía el santo: «Ahora, pues, el señor nuncio (Nicolás Bagni), con la autoridad de la Sagrada Congregación de la Propagación de la Fe, cuya cabeza es nuestro Santo Padre el Papa, ha escogido a la Compañía para que vaya a servir a Dios en la isla de San Lorenzo, por otro nombre Mada­gascar».

Los primeros en partir fueron los Padres Charles Nacquart (n. 1617) y Nicolás Gondrée (n. 1620). Se embarcaron el 21 de mayo de 1648 y llegaron a Madagascar el 4 de diciembre siguiente. En octubre de 1650 (87), se notificaba a San Vicente la muerte del Padre Gondrée (26 de mayo de 1649).
Una nueva partida no se produce hasta 1654. El viaje de Francois Mousnier (n. 1625) y Toussaint Bourdaise (n. 1618) duró del 8 de marzo al 16 de agosto 1654. No encontraron a ningún cohermano en Madagascar. En junio de 1655, San Vicente sabía que había fallecido el Padre Nacquart (29 de mayo, 1650).

Salen tres nuevos misioneros: Mathurin Balleville (n. 1627), Nicolás Prévost (n. 1612) y Claude Dufour (n. 1618). Su viaje se prolonga del 29 de noviembre de 1655 al 13 de junio de 1656. En julio de este año, se hace a San Vicente sabedor de la muerte del Padre Mousnier (24 de mayo, 1655).

En 1656 San Vicente envía a Charles Boussourdec (n. 1609), a Francois Herbron (n. 1617) y al Hermano Christophe Delaunay (n. 1634), pero el barco zozobra en la rada de Saint-Nazaire durante la noche del 2 al 3 de noviembre. Una vez más llegan a Francia tristes noticias (agosto de 1657). El Padre de Balleville había muerto durante el viaje (18 de enero 1656), el Padre Dufour moría en Madagascar (18 de agosto, 1656) y moría asimismo el Padre Prévost (septiembre, 1656). En sep­tiembre y octubre de 1657 se tuvieron en San Lázaro las conferencias sobre las virtudes de los difuntos.

San Vicente nunca supo con certeza si el Padre Bourdaise vivía. De hecho había muerto el 25 de junio de 1657. Todavía el 11 de noviembre de 1658, San Vicente pronunciaba estas dramáticas palabras: «El señor Bourdaise, hermanos míos, el señor Baurdaise que está lejos y solo y que, como sabéis con tanto dolor y solicitud engendró en Cristo tan gran número de esos pobres seres de la tierra en que está; roguemos por él. Señor Bourdaise, ¿vivís todavía o no? ¡Si vivís, que Dios os conserve la vida!»

Un nuevo grupo de misioneros embarcaba para Madagascar el 14 de marzo de 1658: Charles Le Blanc (n. 1625), Marand Ignace Arnoul (n. 1628), Pasquier de Fontaines (n. 1630), Pierre Devreoult (n. 1614) y, por segunda vez, el Hermano Chris­tophe Delaunay. El capitán es obligado por una tempestad a atracar en Lisboa. Cuando zarpa de nuevo, le ataca un navío de guerra español, que transporta a España tripulación y misioneros. San Vicente está lleno de piedad para con sus hermanos. El 25 de agosto, 1658, les escribe:
«Os ruego sobre todo, señores, que reposéis y os restablezcáis bien después de tantos males como habéis padecido, y que nada ahorréis para ello. Poco a poco os recuperaréis. Me alegro infinito de volveros a ver y abrazar.»

Pero el superior de Sáintes, Louis Rivet, no mostró la misma compasión para con el Hermano Delaunay. Ese mismo día 25 de agosto le dirige San Vicente una dura reprimenda:
«Os ruego que vistáis al Hermano Christophe. ¡Dios mío, señor, que no lo hayáis hecho apenas llegó! Visteis su necesidad, sabíais que era nuestro hermano y que me complaceríais; aun así, le dejasteis en sus harapos… Es de desear, señor, que tengáis un poco de caridad para con los transeúntes de la Compañía… cuando están destituidos de todo, como esos.»

Para 1659 se planeaba un nuevo embarque, pero la salida fue difiriéndose. Los misioneros pueden finalmente partir el 18 de enero de 1660. Son: Pierre Devreoult (por segunda vez), FranÇois Fedyn (n. 1620), Pasquier de Fontaines (por segunda vez), Nicolás Etienne (n. 1634) y el Hermano Philippe Patte (n. 1620), un exce­lente cirujano. Los viajeros no llegaron a Madagascar. Tras una demora de al­gunos meses en el Cabo de Buena Esperanza, volvieron a Europa por Holanda, y llegaron a París el 20 de julio de 1661. San Vicente había muerto ya. Aun así, la prueba no le había perdonado. Se le había hecho saber cómo había pere­cido ahogado el Padre Etienne cuando se acercaba en chalupa al embarcadero. El santo lo había hablado en secreto con solo tres cohermanos para mejor impartir a los demás tan desastrosa noticia. Otro misionero estaba a punto de partir de San Lázaro y embarcarse, cuando llegaron cartas del Padre Etienne, probando que aún vivía. Esta vez la prueba perdonaba al santo.

Cómo reacciona San Vicente a tan variados sucesos, se ve en las conferencias del 15 de noviembre de 1656, 25 y 30 de agosto, 1657. Abelly habla de la situación:
«Ciertamente, después de tan rudas pruebas, había alguna razón para dudar si quería Dios servirse de él y de los suyos para esta misión tan distante; y parecía ser una empresa temeraria el proseguirla, pues tan contraria se ostentaba la conducta de la Providencia. Tal era el sentir de algunos amigos suyos que seguían la luz de la prudencia hu­mana más de lo que conviene al éxito de las acciones apostólicas.»
Discrepamos de Abelly en esa acusación de prudencia humana: había objetivamente motivos para dejar la misión, v. gr., por falta de barcos que navegaran regularmente a Madagascar. ¿Había cohermanos entre los amigos que menciona Abelly? El comportamiento del superior de Saintes para con el Hermano Chris­tophe no es hermoso.

En 1656 San Vicente no quiere creer que los candidatos a la misión «se aco­bardaran como gallinas mojadas porque hubiese zozobrado un barco». Pero en 1657 dice (y vemos su verdadera actitud en estas circunstancias):
«Alguien de esta compañía dirá tal vez que es preciso abandonar Madagascar; la carne y la sangre hablarán así: No enviar a nadie más; pero tengo la seguridad de que el espíritu habla de otro modo.»
¿Cuál era la motivación del santo? Veamos:
«¿Qué, señores? ¿Dejaremos allí del todo solo a nuestro buen Padre Bourdaise?»
Se le podría repatriar, pero San Vicente no lo sueña, pues en el caso de Ma­dagascar existe una vocación de Dios. En primer lugar, San Vicente ha reconocido un verdadero llamado misionero de sus cohermanos a esta isla: «No son la carne y la sangre, como podéis creer, las que los llevaron a exponer sus vidas de la forma que lo hicieron.»

Y luego: «Saber ahora si la Compañía tiene llamamiento de Dios a esas tierras, si se la llama allá, ay, señores no dudarlo, pues no pensábamos en Ma­dagascar cuando se nos vino a proponer».
Es un razonamiento constante en la espiritualidad del santo: Yo no pensaba en ello, Dios es quien lo hizo. Y como en otras ocasiones, el señor Vicente relataba la sucesión de los acontecimientos. En las circunstancias presentes adora la voluntad de Dios:
«Nada más, sino que los caminos de Dios son incomprensibles y están escondidos a los ojos de los hombres.»

Pero el santo no vacila en formular las dudas humanas: «¡Qué, Señor, parece como si quisierais implantar vuestro imperio en ese país, en las almas de los pobres infieles, y sin embargo, per­mitís que 16 que parecía deber contribuir a ello se arruine y perezca en el puerto!»

Y de nuevo: «¿Y de dónde proviene que él arruine así, a lo que parece, lo que podría contribuir a ello? No, no, no lo penséis.»
Por lo demás, San Vicente aduce, en esas conferencias, ejemplos sacados de la Sagrada Escritura y de la historia de la Iglesia, para corroborar su punto de vista. Habla también de la que, en este artículo, hemos llamado su «motivación misionera».

Sin embargo hay que decir que, al menos los misioneros Mousnier y Prévost fueron muy imprudentes en materia de salud. El Padre Bourdaise escribía a San Vicente:
«Os diré francamente que, aun honrando la virtud, los motivos y el amor de Dios que así les inducían a obrar, hacían excesos; pues va­deaban los ríos vestidos y, después de aguantar la lluvia, no se mu­daban, practicando grandes austeridades, no comiendo a veces más que una vez al día. Si hubiesen moderado algo su celo, estarían aún llenos de vida y sirviendo a la conversión de nuestros pobres indios».

San Vicente daba directrices a sus misioneros, y éstos pedían sus consejos. Suministraban también información relevante, para que la obra comenzada tuviera éxito y los enviados conservasen la salud. Es lástima que no conozcamos todas las orientaciones de San Vicente. ¿Qué pensaba de las luchas coloniales trabadas por los franceses en Madagascar?. Lo que de sus consejos nos resta da, en todo caso, una idea sustancial de su pensamiento misionero. Ante todo, inculca una alta idea de esa vocación: «vocación tan grande y tan ado­rable como la de los mayores apóstoles y santos de la Iglesia de Dios». Para sus misioneros desea: humildad, abandono, generosidad, gran valor, fe, caridad, celo, paciencia, deferencia, pobreza, solicitud, discreción, integridad de costumbres, gran deseo de consumirse por Dios. Escribía: «Ahora, para comenzar bien y tener feliz éxito, acordaos de obrar en el espíritu de Nuestro Señor, de unir vuestras acciones a las de él y de darles un fin del todo noble y divino, dedicándolas a su mayor gloria.»

Y el santo añade un consejo muy adecuado a la misión de Madagascar: «Dios esconde a veces de sus servidores los frutos del trabajo por razones muy justas, pero no deja que su labor quede estéril… Que esta consideración conforte vuestro ánimo y lo eleve a Dios, en la con­fianza de que todo saldrá bien, aunque os parezca lo contrario.»

San Vicente da asimismo orientaciones en cuanto al método. Hay que explicar las verdades de la fe con razonamientos basados en la naturaleza e ilustrados con grandes cuadros. Prevé que sus misioneros tendrán que repartirse entre varios puestos, pero entonces, que se vean lo más a menudo posible. Regula también la correspondencia con Francia: todos los años escribirán; a su vez, recibirán anualmente noticias de la Compañía.

La dura experiencia le induce a decir a los misioneros que parten en 1655: «Sabéis que vuestra salud está amenazada por ese nuevo clima, mientras no os hayáis acostumbrado algo a él; por eso os advierto que no os expongáis al sol y que, durante algún tiempo, nada hagáis, sino aplicaros al estudio de la lengua. Imaginaos niños que aprenden a hablar y, en este espíritu, dejaos guiar por Mousnier…»
Quiere que sus misioneros sigan en todo lo prescrito por el Concilio de Trento, y que en todo se sirvan del ritual romano.

San Vicente respondió á las necesidades que le habían expuesto los misioneros. Lo vemos en el envío del Hermano Patte (1659), que era cirujano. He aquí las, como hoy decimos, ecuménicas consignas que da a éste para el ejercicio de su arte: «Es de desear que, en los servicios que vais a prestar a Dios durante la travesía, no discriminéis ni hagáis diferencias entre católicos y hu­gonotes, de manera que éstos sepan que los amáis en Dios». Los misioneros habían pedido Hijas de la Caridad, pero San Vicente no las envió.

En Francia misma, San Vicente trabaja por sus misioneros. Recibe en la Compañía a un antiguo colono de Madagascar; manda a la comunidad ruegue por los misioneros, le informa sobre la misión, hace copiar (pero no permite imprimir) y leer a sus cohermanos las crónicas que llegan. Como avi­sado diplomático, está en buenas relaciones con los armadores de la compañía naviera y el duque de la Meilleraye, de suerte que pueda seguir enviando misioneros. Con la ayuda de unos grabados, instruye personalmente en la fe a un joven malgache de unos veinte años, que el nuncio bautizaría el 22 de marzo de 1648.

En agosto de 1655, San Vicente recibía en San Lázaro a cuatro melgaches que Flacourt había traído a Francia. Nacquart había ya bautizado a tres de ellos. El mayor, Luis, de unos dieciséis años, fue tratado como Hermano. San Vi­cente quería hacer de todos buenos cristianos, y decía: «Bastaría con ellos cuatro para convertir a todo el país». Recomendaba por ello a sus comunidades que les diesen buen ejemplo, los protegía, y pedía «que no se los convirtiese en pasatiempo».

Luis se convirtió de «modo prodigioso» y, como Hermano, servirá de intérprete y catequista a los misioneros. Se embarcó en 1658, pero sabemos el infortunado fin del viaje. Vuelto a Francia, Luis no fue recibido por el su­perior de Saintes y San Vicente temía que, «viéndose rechazado, tome la resolución de alejarse de nosotros».
Para concluir, añadamos que Flacourt estampó una dedicatoria a San Vicente en su obra Dictionaire de la langue de Madagascar, editado en 1658 (123). Por una cárta del 12 de enero de 1658, sabemos asimismo que la misión de Madagascar había exigido hasta ese momento un gasto de siete u ocho mil libras

V. Acción de san Vicente por otras misiones
Según nos cuenta Abelly, visitaban San Lázaro misioneros de diversas misiones para ver a San Vicente. Puede suponerse que le hablaban también de sus nece­sidades financieras. Con toda su sencillez, San Vicente era hombre de influencias y un buen conocedor de potenciales bienhechores.

En su correspondencia hallamos una carta a la Madre Catalina Vironceau, su­periora del Hótel-Dieu de Quebec (125). Habíale pedido ésta recursos para com­pensar las pérdidas que los iroqueses habían causado. Pero la renta de los Coches de Fráncia había menguado notablemente. San Vicente le responde que hay mucha miseria en Francia; las provincias están en completa desolación:
«… muchas personas caritativas de París se esfuerzan por reme­diarlo en alguna medida y contribuyen con su solicitud y limosnas a impedir que el mundo perezca de pobreza; pero esas limosnas no bastan, y de poco serviría hablarles de las necesidades del Canadá.»

Existe asimismo una carta (31 de octubre, 1658) al Padre Silvestre de Saint­Aignan, capuchino del Líbano. Este intenta reunir 12.000 escudos para que el sultán nombre al maronita Abou Naufel gobernador del Líbano. San Vicente le hace observar que su relación es demasiado prolija para las personas poderosas: «Estas, por tener grandes quehaceres, aborrecen las relaciones que las re­tienen largo rato». Luego, el santo, no es favorable a la idea del Padre, a causa de la inestabilidad de los funcionarios turcos: «Se haría un gasto considerable sin gran fruto.»

En cualquier caso, San Vicente no quiere dispensarse de servir a este plan. Refiere Collet que el asunto fue tratado en la Asamblea de la Caridad y «el capuchino, encantado del éxito de sus negociaciones, partió con letras de cambio que le suministraban la suma deseada para deparar un respiro a sus hermanos en Jesucristo».

San Vicente se preocupó del Líbano todavía otra vez. Puede que, como miembro del Consejo de Conciencia, y en unión con Jacques Charton, penitenciario de París y miembro asimismo del Consejo, tuviese que restablecer la paz entre los capu­chinos franceses. Tenían éstos una disputa en torno a la capilla de Saida. El 18 de enero de 1648, se estipulaba un acuerdo en San Lázaro.

San Vicente se interesó por Tonkin y Cochinchina. En julio de 1653 firmaba, con otras personas, una súplica a Inocencio X pidiendo la creación de obispos in partibus para estas regiones. Una súplica del mismo tenor se envió a Pro­paganda en septiembre de 1653. Durante las conversaciones, Pallu se alojó con los Lazaristas de Roma y Lambert de la Motte hizo ejercicios en San Lázaro.

San Vicente trabajó especialmente por el Canadá, considerando la vocación de varias personas para este país. En 1638, Marie Madeleine de Chauvigny, Madame de la Peltrie, consultaba a San Vicente, quien referirá a las Hijas de la Caridad el 9 de junio de 1658: «Hace unos cinco años que me vino a ver una señora para comu­nicarme el deseo que tenía de ir al Canadá. Al principio me pareció difícil, vista la calidad de la persona; pero al ver, por su perseveran­cia, que su vocación era de Dios, le aconsejé que la siguiera. Fue, y allí está aún, y recoge mucho fruto.»

Así fue como San Vicente sostuvo, tanto a sus cohermanos, como a otros, en la vocación misionera.

Fuente: somosvicencianos.org